Colegio San José Barranquilla

El mensaje del domingo

El Mensaje del Domingo 10 de Mayo

El Mensaje del Domingo VI de Pascua  Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. En la última cena Jesús les dijo a sus discípulos: “Yo los amo a ustedes como el Padre me ama a mí; permanezcan, pues, en el amor que les tengo. Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo obedezco los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa. Mi mandamiento es este: Que se amen unos a otros como yo los he amado a ustedes. El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo. Los llamo mis amigos, porque les he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho. Ustedes no me escogieron a mí, sino que yo los he escogido a ustedes y les he encargado que vayan y den mucho fruto, y que ese fruto permanezca. Así el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre. Esto, pues, es lo que les mando: Que se amen unos a otros (Juan 15, 9-17) El Evangelio nos trae hoy el mandamiento que Jesús les dio a sus primeros discípulos durante la cena en la cual instituyó la Eucaristía. Este mandamiento, que aparece tres veces indicado explícitamente en el Evangelio de Juan (13, 34; 15, 12; 15, 17) constituye el núcleo de las enseñanzas de Jesucristo. Ahondemos en su significado, teniendo también en cuenta los demás lecturas de este domingo [Hechos de los Apóstoles 10, 25-26.34-35.44-48; Salmo 98 (97), 26b-28.30-32; 1ª Juan 4, 7-10]. 1. “Yo los amo a ustedes como el Padre me ama a mí” El significado del mandamiento del amor -Ámense los unos a los otros como yo los he amado- nos remite ante todo a la vivencia de Dios como un Padre que nos ama infinitamente, y que a través de su Hijo nos comunica lo que es Él mismo en su propia esencia: “Dios es amor”, dice el mismo apóstol y evangelista Juan en la segunda lectura, no dando una definición -porque el Infinito no puede ser definido-, sino intentando expresar así lo que en el lenguaje humano puede describir mejor el ser de Dios que se manifiesta en su acción salvadora. Toda la vida terrena de Jesús fue una revelación de la acción salvadora de Dios como la de un Padre amoroso, misericordioso, compasivo, bondadoso, completamente distinto de la imagen lejana y regañona que suelen presentar quienes conciben la relación del Creador con sus criaturas como la de un amo que oprime a sus esclavos. Lo que Jesús les dice a sus discípulos al emplear la contraposición entre los siervos y los amigos, implica en este sentido una elección que es iniciativa suya y no nuestra: “Ustedes no me escogieron a mí, sino que yo los escogí a ustedes”. Es la misma idea expresada en la segunda lectura: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo…”. 2. “No los llamo siervos… Los llamo mis amigos” En Jesús se manifiesta la cercanía de Dios como amigo, sin exclusiones ni discriminaciones, tal como nos lo muestra la primera lectura en el relato del bautismo del capitán romano Cornelio, quien siendo de una raza y nación distintas de la judía, fue recibido por el apóstol Pedro, en nombre del mismo Jesús y del Espíritu Santo, en la primera comunidad cristiana. Por otra parte, la explicación que en el Evangelio les da Jesús a sus apóstoles acerca de la forma en que Él se relaciona con ellos nos remite a la comunicación que se da entre los amigos: “El siervo no sabe lo que hace su amo. Yo los llamo mis amigos porque les he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho”. En otras palabras: entre los verdaderos amigos no hay secretos, trastiendas, recovecos ni tapujos, sino una transparencia total que le permite a cada cual conocer y reconocer al otro como es. Así se nos manifiesta Dios en Jesucristo, y así espera Él que nosotros le correspondamos. San Ignacio de Loyola escribió en sus Ejercicios Espirituales que “el amor consiste en la comunicación de las dos partes”, es decir, en dar y comunicar el uno al otro todo lo que tiene, sin reservarse nada, superando completamente cualquier forma de egoísmo. Por eso cuando Jesús llama “amigos” a sus primeros discípulos -y a través de ellos también lo hace con cada uno de nosotros-, nos está invitando a corresponder de esa manera a lo que Él nos ha entregado: ¡nada menos que su propia vida! 3. Mi mandamiento éste: que se amen unos a otros como yo los he amado…” Nuestra respuesta a Dios que es Amor y que se nos ha manifestado personalmente en Jesucristo, consiste en amarnos unos a otros. A primera vista esto no parece lógico. Uno supondría que la respuesta al amor de Dios es amarlo a Él sobre todas las cosas, y punto. Pero resulta que, aunque Él mismo se ha revelado en Jesucristo y está cerca y hasta dentro de nosotros por su Espíritu Santo, no lo vemos, y en cambio a nuestros prójimos los tenemos a la vista constantemente. Por otra parte, ¿qué mejor muestra de amor a un padre o a una madre que amar y respetar a sus hijos e hijas? Por eso es perfectamente lógico que amarnos unos a otros como Dios mismo en la persona de Jesús nos ha mostrado que nos ama, sea la única forma válida de nuestra correspondencia al amor de Dios. Hoy, segundo domingo del mes dedicado especialmente en la Iglesia Católica a la veneración de la Virgen María, celebramos el Día de la Madre. El lenguaje bíblico emplea la imagen de la madre

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El Mensaje del Domingo 3 de Mayo

El Mensaje del Domingo V de Pascua  Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. Durante la cena pascual, la víspera de su pasión, Jesús les dijo a sus discípulos: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el que la cultiva. Si una de mis ramas no da uvas, la corta; pero si da uvas, la poda y la limpia, para que dé más. Ustedes ya están limpios por las palabras que les he dicho. Sigan unidos a mí, como yo sigo unido a ustedes. Una rama no puede dar uvas de sí misma, si no está unida a la vid; de igual manera, ustedes no pueden dar fruto, si no permanecen unidos a mí. Yo soy la vid, y ustedes son las ramas. El que permanece unido a mí, y yo unido a él, da mucho fruto; pues sin mí no pueden ustedes hacer nada. El que no permanece unido a mí, será echado fuera y se secará como las ramas que se recogen y se queman. Si ustedes permanecen unidos a mí y fieles a mis enseñanzas, pidan lo que quieran y se les dará. En esto se muestra la gloria de mi Padre, en que den mucho fruto y lleguen así a ser verdaderos discípulos míos” (Juan 15, 1-8). Estas palabras de Jesús que nos trae el Evangelio de hoy tienen como trasfondo la canción de la viña o del cultivo de uvas que había empleado como imagen literaria el profeta Isaías para representar al pueblo de Israel (Isaías 5, 1-7), y que sería evocada ocho siglos después por Jesús para manifestar su propia fidelidad a Dios Padre en contraste con la infidelidad del pueblo escogido, y exhortar a sus discípulos a permanecer unidos a Él. Reflexionemos sobre lo que nos dice Jesús en el Evangelio, teniendo también en cuenta los demás textos bíblicos de este domingo [Hechos de los Apóstoles 9, 26-31; Salmo 22 (21), 26b-28.30-32; 1ª Carta de Juan 3, 18-24]. 1. “Yo soy la vid verdadera (…) y ustedes son las ramas La expresión “Yo soy” empleada por Jesús (“Yo soy la luz del mundo”, “Yo soy la puerta”, “Yo soy el buen pastor”, “Yo soy la resurrección y la vida”, “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, “Yo soy el pan de vida”, “Yo soy la vid verdadera”, “Yo soy, el que habla contigo” -como le dice a la Samaritana cuando ella le pregunta por el Mesías-, “Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo soy”, o simplemente “Yo soy” -como les responde a quienes llegan a apresarlo en el huerto de Getsemaní la víspera de su pasión y muerte en la cruz-) es en el Evangelio de Juan una referencia al nombre con el que se le había revelado Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3, 14), que es lo que traduce el nombre “Yahvé”. Más exactamente: “Yo he actuado, estoy y seguiré actuando”, al contrario de los ídolos, que no actúan porque no tienen vida. Lo que Dios es y la forma en que actúa lo expresan en este pasaje del Evangelio las imágenes del viñador o cultivador de uvas que llena de todos sus cuidados la planta que él mismo sembró y de la cual espera los mejores frutos para producir el mejor vino, y de la vid verdadera que sí ha producido lo mejor, con la cual Jesús se identifica al prometer que quienes permanezcan unidos a Él como las ramas al tronco, como los sarmientos a la vid, darán mucho fruto. Hay en esta alegoría un detalle significativo: Jesús dice que al que lleva fruto lo limpia -o en otras traducciones “lo poda”- para que dé más fruto. Esto quiere decir que, en el proceso de crecimiento espiritual que implica nuestra unión o comunión con Él, debemos estar dispuestos a experiencias de purificación para arrancar de nosotros los apegos o afectos desordenados que nos impiden dar un fruto de buena calidad. Pero, ¿en qué consiste ese fruto que Jesús espera de sus discípulos, de cada uno y cada una de nosotros? Veámoslo. 2. “Quien permanece unido a mí da mucho fruto” El fruto resultante de permanecer con Jesús es la práctica del amor, cumpliendo el mandamiento por el cual son reconocidos sus seguidores, como Él mismo había dicho poco antes y lo repetiría luego en el mismo Evangelio (Juan 14, 34-35; 15, 12.17), como lo manifestaría la Iglesia primitiva de la cual se dice en la primera lectura que tenía paz y crecía espiritualmente (Hechos 9, 31), y como lo recalca la segunda (1 Juan 3, 23). Ya ustedes están limpios por mis palabras, dice Jesús. En efecto, todo el proceso formativo de sus discípulos ha implicado una purificación inicial, pero ésta debe continuar porque las tendencias desordenadas no desaparecen en forma automática, y por ello es necesario reforzar constantemente la conexión con Él. Ahora bien, para estar y permanecer unidos a Jesús tenemos que dejarnos vivificar por la savia que Él quiere comunicarnos: su Espíritu Santo, que nos mueve a escuchar y comprender la Palabra de Dios en la oración individual y comunitaria, y a conectarnos con la vida resucitada de Jesús en la comunión eucarística. Siete veces aparece en este pasaje del Evangelio la idea de estar en unión con Jesús. Por eso ella constituye el núcleo del mensaje de este domingo y nos da la clave para examinarnos preguntándonos: ¿Qué he hecho, qué hago y qué debo hacer para permanecer conectado a Jesús? 3. “Si permanecen unidos a mí y fieles a mis enseñanzas, pidan lo que quieran…” ¡Ama y haz lo que quieras! San Agustín de Hipona (siglo IV d.C.) expresó en esta frase el sentido de lo que Jesús les dice a sus discípulos en la última parte del pasaje evangélico de hoy. Es frecuente la queja de quienes se sienten desatendidos por Dios porque no oye sus peticiones o parece no tenerlas en cuenta. Lo que ocurre tal vez es

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El Mensaje del Domingo 26 de Abril

El Mensaje del Domingo IV de Pascua  Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. En aquel tiempo dijo Jesús: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; pero el que trabaja solamente por la paga, cuando ve venir al lobo deja las ovejas y huye, porque no es el pastor y porque las ovejas no son suyas. Y el lobo ataca a las ovejas y las dispersa en todas direcciones. Ese hombre huye porque lo único que le importa es la paga, y no las ovejas. Yo soy el buen pastor. Así como mi Padre me conoce a mí y yo conozco a mi Padre, así también yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí. Yo doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil; y también a ellas debo traerlas. Ellas me obedecerán y formarán un solo rebaño con un solo pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para volverla a recibir. Nadie me la quita, yo la doy por mi propia voluntad. Tengo el derecho de darla y de volver a recibirla. Esto es lo que me ordenó mi Padre.” (Juan 10, 11-18). La Iglesia dedica este domingo a la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones Sacerdotales a la luz de la imagen del Buen Pasto. Meditemos en lo que nos dice el Evangelio, teniendo en cuenta también las otras lecturas de este domingo [Hechos de los Apóstoles 4, 8-12; Salmo 118 (117); 1ª Carta de Juan 3, 1-2]. 1. “Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas” La imagen del pastor es constante en la Biblia. En el Antiguo Testamento, el libro del Génesis describe los orígenes de Israel hacia el siglo XVIII a.C. a partir de Abraham, Isaac y Jacob, pastores que recorrieron los territorios desérticos del cercano oriente en busca de agua y pasto para sus ganados de ovejas y cabras. Seis siglos después -hacia el XII a.C.- Moisés, tal como nos lo presenta el libro del Éxodo, aprende el oficio de pastor junto al monte Sinaí y es escogido por Dios como instrumento para liberar al pueblo de la esclavitud que padecía en Egipto y conducirlo hacia la tierra prometida. Dos siglos más tarde -hacia el X a.C.-, según se cuenta en el primer libro de Samuel (16, 1-13), es designado rey de Israel un joven pastor que cuidaba el rebaño de su padre Jesé; este joven fue David, quien precisamente compuso los salmos que representan a Dios como el Pastor que conduce, alimenta y protege a su pueblo. Por último, los profetas Jeremías (23, 1-6) y Ezequiel (34, 1-31) -siglos 7º y 6º a.C.-, critican a los jefes políticos y religiosos de su tiempo como malos pastores que han descuidado el rebaño, y anuncian como nuevo y buen pastor a un Mesías descendiente de David. A estas profecías se refieren en el Nuevo Testamento primeramente los Evangelios de san Mateo y san Lucas, quienes presentan en boca de Jesús la parábola del pastor que encuentra a la oveja perdida y la carga sobre sus hombros, para ilustrar lo que Él mismo hacia al acoger con misericordia a los pecadores, perdonándolos, reincorporándolos a la comunidad y ofreciéndoles la posibilidad de una vida nueva (Mateo 18,12-14; Lc 15,3-7). El Evangelio de Juan, por su parte, destaca una característica esencial del Buen Pastor: dar su vida por las ovejas, en lugar de huir como los asalariados. Esta donación de su propia vida, a la que Jesús hace referencia tres veces en el Evangelio de hoy, es libre y voluntaria, y además conlleva el anuncio de su Resurrección. 2. “Yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí” El capítulo 10 del Evangelio según san Juan se sitúa en el marco de la fiesta de la Dedicación, en la que se conmemoraba la restauración y consagración del Templo de Jerusalén en el año 164 a. C. En el transcurso de esta fiesta tiene lugar entre Jesús y los jefes religiosos, precisamente en los atrios o alrededores de la entrada del Templo, una discusión en la cual les dice que Él es el buen pastor, lo que implica una crítica a sus adversarios como malos pastores. Jesús se aplica la imagen del pastor a quien sí le importa sus ovejas, y a quien éstas identifican como el que se preocupa por cada una y va delante de ellas (Juan 10, 4), abriéndoles y mostrándoles el camino. Sin embargo, existe el peligro de malentender la imagen del pastor cuando se concibe a la Iglesia como una organización autoritaria en la que los jefes imponen su poder a unos borregos pasivos sin libertad ni iniciativa propia. Por el contrario, lo que Jesús quiere es que formemos una comunidad en la que todos sus integrantes seamos reconocidos como “pueblo de Dios”, tal como lo indicó el Concilio Vaticano II (1962-1965). Por eso, en la labor “pastoral” de la Iglesia todos debemos reconocernos mutuamente como hermanos, con distintos dones o carismas y variados oficios, pero todos iguales en dignidad como “hijos de Dios”, como lo recalca la segunda lectura, tomada de la primera carta de Juan. Esta frase y las que siguen se refieren a quienes en aquel tiempo no formaban parte del pueblo judío. Para ellos es también la obra redentora de Jesús, más allá de los límites estrechos de un pueblo y de una religión específica con sus ritos tradicionales simbolizados en el Templo de Jerusalén. El mensaje de salvación del Buen Pastor es universal. Y para que sea efectivo, Jesús quiere formar una Iglesia cuya unidad sea un testimonio creíble. Ya desde fines del siglo primero, cuando con base en la predicación del apóstol Juan fue escrito el cuarto Evangelio, se habían comenzado a producir divisiones entre los cristianos y surgían grupos que se enfrentaban a los apóstoles y a sus sucesores. Hoy persiste esta situación, y a pesar de lo

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El Mensaje del Domingo 19 de Abril

El Mensaje del Domingo III de Pascua  Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. Después del encuentro de Jesús resucitado con sus dos discípulos que se dirigían a Emaús, éstos les contaron a los demás lo que les había pasado en el camino, y cómo lo reconocieron cuando partió el pan. Estaban todavía hablando de estas cosas, cuando Jesús se puso en medio de ellos y los saludó diciendo: -Paz a ustedes. Ellos se asustaron mucho, pensando que estaban viendo un espíritu. Pero Jesús les dijo: -¿Por qué están asustados? ¿Por qué tienen esas dudas en su corazón? Miren mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tóquenme y vean: un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que tengo yo. Al decirles esto, les enseñó las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creerlo, a causa de la alegría y el asombro que sentían, Jesús les preguntó: -¿Tienen aquí algo que comer? Le dieron un pedazo de pescado asado, y él lo aceptó y lo comió en su presencia. Luego les dijo: -Lo que me ha pasado es aquello que les anuncié cuando estaba todavía con ustedes: que había de cumplirse todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los libros de los profetas y en los salmos. Entonces hizo que entendieran las Escrituras, y les dijo: -Está escrito que el Mesías tenía que morir, y resucitar al tercer día, y que en su nombre se anunciará a todas las naciones que se vuelvan a Dios, para que él les perdone sus pecados. Comenzando desde Jerusalén, ustedes deben dar testimonio de estas cosas. (Lucas 24, 35-48). Las lecturas de este domingo [Hechos de los Apóstoles 3, 13-15.17-19), Salmo 5 (4), 1ª Carta de Juan 2, 1-5ª y Evangelio según san Lucas 24, 35-48] nos invitan a meditar sobre el mensaje central de nuestra fe: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, Dios hecho hombre, está vivo después de su muerte en la cruz y se hace presente en medio de nosotros por su Espíritu, iluminándonos para que comprendamos su obra salvadora y animándonos a dar testimonio de ella. Meditemos especialmente en el Evangelio y apliquémoslo a nuestra existencia cotidiana, teniendo en cuenta también los otros textos bíblicos. “Contaron lo que les había pasado en el camino, y cómo lo reconocieron cuando partió el pan” Los dos discípulos a quienes Cristo resucitado les había salido al encuentro cuando caminaban hacia la aldea de Emaús, uno llamado Cleofás y el otro seguramente el mismo evangelista Lucas (24, 13-34), no habían hecho parte del grupo inicial de los doce apóstoles pero sí pertenecían al grupo más amplio de sus seguidores. Ellos habían reconocido su presencia precisamente en la acción de partir el pan, el mismo gesto que su Maestro antes de morir había dicho que fuera repetido en memoria suya. Fueron de prisa a contar a los apóstoles y demás discípulos y discípulas que estaban en Jerusalén la experiencia pascual que habían tenido, y se encontraron con que también en esta primera comunidad, en la que se destaca a Simón Pedro, existía ya la certeza de la resurrección de Jesús. El término bíblico “partir del pan” se refiere a la Eucaristía. Cada vez que se repite en el momento de la consagración del pan y del vino aquello que Jesús dijo a sus primeros discípulos que hicieran en conmemoración suya, no sólo recordamos lo que Él mismo realizó, sino que se actualiza para nosotros su misterio pascual, es decir, su único sacrificio redentor y su paso de la muerte a la vida, una vida nueva que se hace presente en medio de nosotros y que en la comunión nos alimenta espiritualmente para que podamos continuar el camino de nuestra existencia renovados y plenos de esperanza. “Entonces hizo que entendieran las Escrituras” Aquellos discípulos que se dirigían a Emaús habían sido ilustrados en el camino por el propio Jesús resucitado, para comprender el sentido de las profecías que en el Antiguo Testamento se referían al Mesías prometido. Ahora reciben una ilustración similar todos los miembros de aquella primera comunidad conformada por sus apóstoles y sus demás discípulos y discípulas. ¿En qué radica dicho sentido? En que el Mesías tenía qué padecer y morir para resucitar, como lo indica el Evangelio y lo dice asimismo Pedro en su discurso presentado por la primera lectura de hoy. Justamente en ello consiste el misterio pascual de Jesucristo: en su paso por la muerte de cruz para resucitar a una vida nueva y gloriosa. No buscando el sufrimiento por sí mismo, sino asumiéndolo como la consecuencia de haberse entregado plenamente al servicio del Reino de Dios Padre, un reino de justicia, de amor y de paz en beneficio de toda la humanidad, empezando por los excluidos, los rechazados, los marginados. Su cruz fue así el testimonio de la solidaridad completa de Dios hecho hombre con todas las víctimas de la injusticia y de la violencia, para abrirnos a todos, si nos identificamos con Él y nos solidarizamos también con ellas, a la esperanza activa en un porvenir de vida gozosa y sin fin. “Ustedes deben dar testimonio de estas cosas” Cuando Jesús resucitado pronuncia estas palabras, les está dando a sus primeros discípulos la misión de proclamar su resurrección no sólo de palabra, sino también y ante todo con los hechos. “En esto reconocerán todos que ustedes son mis discípulos: en que se aman los unos a los otros”, les había dicho en la última cena, como nos lo cuenta el Evangelio según san Juan. Y en la 2ª lectura, tomada de la 1ª Carta de Juan, su autor escribe: “para quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él”. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…”, decimos en la Misa después de la consagración del pan y del vino. Este anuncio y esta proclamación del misterio pascual de Cristo tenemos que manifestarlo con el

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El Mensaje del Domingo 12 de Abril

El Mensaje del Domingo II de Pascua  Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «La paz esté con ustedes». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «La paz esté con ustedes». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos.  Éstos se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre. (Juan 20, 19-31). Las lecturas bíblicas de este domingo (Hechos de los Apóstoles 4, 32-35, Salmo 118  [117], 1ª Carta de san Juan 5, 1-6 y Evangelio según san Juan, 20, 19-31), nos invitan a expresar nuestra fe en la resurrección de Jesús, a dar un testimonio alegre de esperanza y a construir una comunidad de amor en coherencia con lo que creemos y esperamos. “Dichosos los que creen sin haber visto” Las apariciones de Jesús resucitado narradas en los Evangelios son experiencias de fe que se sitúan en un nivel distinto del físico. Si bien los evangelistas emplean imágenes que se refieren a los hechos de ver, oír y tocar, la realidad a la que se refieren es de orden espiritual. Por eso muestran a Jesús resucitado entrando en un recinto con las puertas cerradas y realizando acciones que les permitan a sus discípulos reconocerlo en su vida nueva, diferente de la que tenía antes de su muerte, no ligada a la materia ni al espacio ni al tiempo. Y las señales dejadas por los clavos y la lanza significan que es el mismo que murió en la cruz. En este sentido, la frase final de Jesús a Tomás –Dichosos los que creen sin haber visto (Juan 20, 29)- viene dirigida a nosotros como una invitación a creer sin exigir pruebas de laboratorio propias de las ciencias físicas y químicas, reconociendo la presencia de Cristo resucitado en su nueva realidad espiritual. Movidos por esta fe, podemos decir como lo hacemos ante la consagración eucarística del pan y del vino: Señor mío y Dios mío. “Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo” – “La paz esté con ustedes” En el lenguaje propio de los escritos bíblicos llamados “joánicos”, que son el cuarto Evangelio, las tres cartas de Juan y el Apocalipsis, el “mundo” significa las fuerzas del mal que se oponen a Dios. En este mismo lenguaje, la expresión nacido de Dios se refiere al sacramento del Bautismo, por el cual entramos a participar del misterio pascual de Jesús, consistente en el paso a una vida nueva no ligada a lo material, sino perteneciente al orden espiritual. Por ello la frase de la 1ª Carta de san Juan que dice todo el que ha nacido de Dios vence al mundo es una invitación a la esperanza en que, a pesar de todas las fuerzas del mal que nos rodean, si procuramos vivir como hijos de Dios somos capaces de triunfar sobre ellas gracias a su misericordia revelada en Jesús y al poder renovador del Espíritu santo En este mismo sentido, es un mensaje de esperanza el saludo de Cristo resucitado que encontramos tres veces en el Evangelio de hoy: La paz esté con ustedes. Este mismo saludo, dado por quien preside la Eucaristía y comunicado entre todos los que en ella participan inmediatamente antes de la comunión, tiene un significado especial en medio de las múltiples formas de violencia y que llenan de dolor a tantas personas y las sumen en el miedo, como sucedió inicialmente con los primeros discípulos después de los hechos sangrientos del Calvario (Juan 20, 19). Desde la fe en Jesucristo resucitado que vive y está presente entre nosotros, quienes creemos en Él expresamos la esperanza en un porvenir de paz, sobre la base de la convivencia justa y solidaria de todos como hermanos. Y la paz que nos da Cristo resucitado y que nos deseamos mutuamente es la que proviene de la reconciliación con Dios y entre nosotros, como resultado del perdón pedido y concedido gracias al Espíritu Santo que Él nos comunica: Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados” (Juan 20, 22-23). El II Domingo de Pascua fue precisamente proclamado por el Papa san Juan Pablo II en el año 2000 como el de la Divina Misericordia, acogiendo la propuesta de una religiosa polaca a quien él había canonizado en ese mismo año: Santa Faustina Kowalska, quien recibió revelaciones místicas en las que Jesús le mostró su corazón, fuente de misericordia. El Papa Juan Pablo II le

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EL MENSAJE DEL DOMINGO 5 DE ABRIL

EL MENSAJE DEL DOMINGO 5 DE ABRIL –  DOMINGO DE RESURRECCIÓN Por Gabriel Jaime Pérez SJ .  El primer día de Ila semana, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro; y vio quitada la piedra que tapaba la entrada. Entonces se fue corriendo a donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, aquel a quien Jesús quería mucho, y les dijo: -¡Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto! Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Los dos iban corriendo juntos; pero el otro corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se agachó a mirar, y vio allí las vendas, pero no entró. Detrás de él llegó Simón Pedro, y entró en el sepulcro. Él también vio allí las vendas; y además vio que la tela que había servido para envolver la cabeza de Jesús no estaba junto a las vendas, sino enrollada y puesta aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio lo que había pasado, y creyó. Pues todavía no habían entendido lo que dice la Escritura, que él tenía que resucitar (Juan 20, 1-9). La Pascua, el paso de la muerte a la vida, el acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo es la más importante y alegre de todas las celebraciones de nuestra fe. Comienza en la noche del sábado santo con el rito del encendimiento del cirio pascual que representa a Jesús resucitado, luz del mundo, principio y fin de la historia -Alfa y Omega-. En la liturgia de esta misma noche, la bendición del agua evoca el sacramento del Bautismo por el cual hemos renacido a una vida nueva en Cristo, y la Eucaristía manifiesta la presencia real y la acción salvadora del Señor que nos alimenta espiritualmente con su vida resucitada. En la siguiente reflexión me referiré a las lecturas bíblicas de la Misa del Día correspondiente al Domingo de Resurrección: Hechos de los Apóstoles 10, 34-43, Carta de San Pablo a los Colosenses 3, 1-4 y Evangelio según san Juan 20, 1-9. Los discípulos de Jesús encuentran el sepulcro vacío Lo primero que experimentan los discípulos de Jesús después de su muerte es que no está allí donde han ido a buscar su cuerpo. “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”, dice María Magdalena. En todos los relatos relacionados con la resurrección de Cristo en los cuatro Evangelios, lo primero que se presenta es la experiencia del sepulcro vacío, y a su vez son las mujeres las primeras en notar esta ausencia, verificada luego por los demás discípulos. Ellas eran las que se habían encargado de embalsamar el cuerpo de Jesús, y no habían alcanzado a terminar su labor en la tarde del viernes por haber comenzado desde las seis el descanso sabático. El mensaje del sepulcro vacío consiste en una invitación a no buscar al Señor en la tumba, es decir, en el lugar destinado a los muertos, pues no está allí. Sólo se le puede encontrar en otra dimensión distinta de la física o material, y esto es precisamente lo que constituye el sentido de la fe de los primeros discípulos, expresada en la frase sugestiva del relato de Juan, “el otro discípulo” que, después de María Magdalena, llegó con Simón Pedro al sepulcro: “vio… y creyó”. ¿Qué vio? Un sudario, unas vendas y el sepulcro vacío. ¿Qué creyó? Lo que Jesús ya les había anunciado antes de su muerte: que iba a resucitar.        Jesucristo resucitado se manifiesta a sus discípulos  El libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por el mismo evangelista en el que hallamos la pregunta “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lucas 24, 5b), nos remite a la experiencia que tuvieron los primeros discípulos de Jesús, ya no de su ausencia del sepulcro, sino de su presencia resucitada: “Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se nos apareciera a nosotros”, dice Simón Pedro en su discurso (1ª lectura). Esta experiencia se da especialmente en la celebración de la Eucaristía: “Nosotros comimos y bebimos con Él después de su resurrección”. Cuando los primeros discípulos de Jesús se reúnen para compartir el pan y el vino en memoria suya, experimentan su presencia resucitada, distinta de la física anterior a su muerte. Es una presencia espiritual que corresponde a una dimensión trascendente. Si bien la experiencia pascual de aquellos primeros discípulos tuvo unas características especiales, algo similar ocurre para nosotros cuando celebramos la Eucaristía: Jesucristo resucitado se hace presente en el sacramento de su cuerpo y sangre gloriosos, que nos alimenta espiritualmente. La resurrección de Cristo, prenda de nuestra resurrección futura Los primeros cristianos vivieron el anuncio pascual de la resurrección de Jesucristo como el contenido central de la Buena Noticia que desde entonces comenzó a difundirse: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, el Mesías, el Cristo -el consagrado por Dios Padre para realizar su designio de salvación en favor de toda la humanidad-, ha resucitado y está vivo, con una vida nueva que pertenece al orden de lo espiritual, y como Señor del universo ha querido hacernos partícipes de su resurrección de modo que también nosotros vivamos y seamos eternamente felices. Esta Buena Noticia constituye para nosotros una invitación a no quedándonos en lo terreno, que es transitorio. Tal es el sentido de la exhortación que hace san Pablo en la segunda lectura, tomada de su carta a los Colosenses, a poner la mirada en las realidades eternas, que son las de arriba, -teniendo en cuenta que la oposición arriba/abajo es una forma simbólica de hablar de la superioridad de lo espiritual sobre lo material, de lo eterno sobre lo efímero-. Vivamos entonces con gozo esta celebración pascual de la resurrección de Cristo, prenda de nuestra resurrección futura. Vivámosla con una alegría que manifieste nuestra fe y nuestra esperanza en que, a pesar de las experiencias dolorosas de violencia y destrucción que ensombrecen nuestra existencia y

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EL MENSAJE DEL DOMINGO 29 MARZO 

EL MENSAJE DEL DOMINGO 29 DE MARZO Ciclo B – DOMINGO DE RAMOS Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. Cuando ya estaban cerca de Jerusalén, al aproximarse a los pueblos de Betfagé y Betania, en el Monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: -Vayan a la aldea que está enfrente, y al entrar en ella encontrarán un burro atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta por qué lo hacen, díganle que el Señor lo necesita y que en seguida lo devolverá. Fueron, pues, y encontraron el burro atado en la calle, junto a una puerta, y lo desataron. Algunos que estaban allí les preguntaron: ¿Qué hacen ustedes? ¿Por qué desatan el burro? Ellos contestaron lo que Jesús les había dicho, y los dejaron ir. Pusieron entonces sus capas sobre el burro, y se lo llevaron a Jesús. Y Jesús montó. Muchos tendían sus capas por el camino, y otros tendían ramas que habían cortado en el campo. Y tanto los que iban delante como los que iban detrás, gritaban: -¡Hosana! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David! ¡Hosana en las alturas! (Marcos 11, 1-10). La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos. Hoy el texto bíblico que antecede a la bendición de los ramos antes de la Misa para conmemorar la entrada de Jesús en Jerusalén es tomado del Evangelio según san Marcos (11, 1-10), y en la Misa se toma de este mismo evangelista el relato de la pasión (Marcos 14, 1-15, 47), precedido de la profecía de Isaías (50, 4-7), el Salmo 22 (21) y la carta de san Pablo a los Filipenses (2, 6-11). Centremos nuestra reflexión en tres temas que encontramos en los textos mencionados del Evangelio según san Marcos. “¡Hosana…! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (Marcos 11, 9) La palabra hosanna, tomada del hebreo, quiere decir salva ahora, y se emplea como un saludo de aclamación. Jesús, a quien las gentes sencillas aclaman como el Mesías descendiente del rey David y que no entra arrogante como los guerreros sobre carros tirados por caballos, sino  manso y humilde sobre un asno. El Reino que ha anunciado es distinto de los de este mundo, y esto es lo que va a manifestarse en los acontecimientos de su pasión, que culminarán con el de su resurrección no como un hecho espectacular sino como una experiencia espiritual que sólo pueden reconocer quienes se abren con fe a la revelación de Dios. “Tomen, esto es mi cuerpo… Esto es mi sangre, con la que se confirma la alianza, sangre que es derramada a favor de muchos” (Marcos 14, 22-24) El relato de la pasión del Evangelio según San Marcos nos presenta, en la cena pascual que Jesús celebra con sus discípulos la noche del primer jueves santo, la institución de la Eucaristía como memorial del sacrificio redentor de Cristo que entrega su cuerpo y su sangre  para darnos vida eterna. Cada vez que participamos activamente en la santa Misa, se actualiza para nosotros y para toda la humanidad el acontecimiento de su misterio pascual: su pasión, muerte y resurrección. En este sentido, la Eucaristía es “el sacramento de nuestra fe” en el que anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección y expresamos nuestra esperanza en su venida gloriosa a nosotros. Y también es el sacramento del amor: en Jesucristo, Dios hecho hombre que ofrece como sacrificio su cuerpo y su sangre, es decir, su propia vida, y nos alimenta con ella en la comunión, se nos ha revelado plenamente el Dios verdadero que es Amor y que nos invita a realizar también nosotros en nuestra vida lo que este sacramento significa. “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15, 39) Estas palabras del centurión romano que los vio morir en la cruz, contrastan con las del Salmo que Jesús acababa de hacer suya antes de morir, manifestando así su anonadamiento total: “¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. También nosotros proclamamos de manera especial nuestro reconocimiento de Jesús como el Hijo de Dios cuando nos santiguamos con el signo de la santa cruz, con el cual expresamos nuestra identidad como seguidores de Cristo. El título “Hijo de Dios” se aplica a Jesús para indicar que se le reconoce como Dios. Lo mismo ocurre con el término “Señor”, que encontramos constantemente en el Nuevo Testamento, por ejemplo en la segunda lectura de hoy cuando el apóstol san Pablo dice, en la segunda lectura de la Misa de hoy (Filipenses 2, 6-11), que aquél que se despojó de la gloria de su divinidad para humillarse hasta la muerte de cruz como consecuencia de su solidaridad con las víctimas de la injusticia y  la violencia, fue exaltado como “Señor” del universo. Todo lo contrario al pecado original en los comienzos de la humanidad, que ha seguido y sigue sucediendo cuando el ser humano cae en la tentación de la soberbia, desconociendo su condición de creatura de Dios. Quienes creemos en Jesucristo como Hijo de Dios y Señor del universo, reconocemos que en Él se cumplen las profecías de los cuatro cantos o poemas del “Servidor de Yahvé” (el nombre de Dios en hebreo, con el cual se le había revelado a Moisés), escritos hace unos veinticinco siglos y que encontramos en el libro de Isaías. En el segundo poema, que corresponde a la primera lectura de la Misa de este domingo, el Servidor de Yahvé dice: “Yahvé me ha instruido para que yo consuele a los cansados con palabras de aliento” (Isaías 50, 4). Dispongámonos a celebrar esta Semana Santa con una fe tal que nos impulse a identificarnos con Jesús, en quien se nos revela el mismo Dios que se solidariza hasta las últimas consecuencias con el dolor humano, con todos los que están cansados de sufrir la injusticia y la violencia. Aclamémoslo no sólo como el que viene en el nombre del

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El Mensaje Del Domingo 22 De Marzo

V Domingo de Cuaresma – Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.» Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.» Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.» La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.» Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir (Juan 12, 20-33). El episodio del Evangelio de hoy se sitúa en Jerusalén, en la proximidad de la fiesta de la Pascua, a la cual acudían personas provenientes de distintas naciones. La Palabra de Dios nos invita a disponernos para comprender desde la fe el sentido de lo que vamos a conmemorar en la Semana Santa: la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. 1.- “Queremos ver a Jesús” Los griegos del Evangelio quieren ver a Jesús porque desean conocerlo de cerca. Nosotros también necesitamos profundizar en nuestro conocimiento de Él, y esto sólo nos es posible cuando abrimos nuestras mentes y nuestros corazones para que Él mismo, Dios hecho hombre, nos enseñe el camino hacia la vida eterna. Y el camino que Él nos muestra es su propia vida entregada al cumplimiento de la voluntad de su Padre. Dios mismo se nos da a conocer en su Hijo Jesucristo, cumpliendo su promesa hecha a través del profeta Jeremías en la primera lectura de este domingo (Jeremías (31, 31-34): “Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: reconoce al Señor. Porque todos me conocerán…” (31, 34). Y para lograr nosotros este conocimiento, es necesaria nuestra renovación interior, la que pedimos cuando rezamos el salmo responsorial también de este domingo: Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme [Salmo 51 (50)].                             2.- “Si el grano de trigo al caer en la tierra no muere…” La imagen de la semilla, que aparece constantemente en los Evangelios, es empleada por Jesús para referirse al Reino de Dios. En el Evangelio Jesús mismo se identifica con la semilla de trigo que se hunde en la tierra y muere para producir una abundante cosecha. La semilla tiene que morir para transformarse en la planta que hace posible el crecimiento de las espigas cargadas de granos, de los que proviene la harina que luego es amasada para convertirse en pan, en alimento que da vida. En el sacramento de la Eucaristía, memorial del sacrificio redentor de Jesucristo, el producto de la semilla de trigo se convierte para nosotros en signo de la vida eterna que Él nos comunica cuando recibimos como alimento espiritual su cuerpo glorioso, “pan de vida” (Juan 6, 35), expresando así, al comulgar, nuestra intención de identificarnos con Él, lo cual implica que estamos dispuestos a entregar también nuestra vida a su servicio, es decir, al servicio del Reino de Dios que es el reinado del Amor. 3.-  “Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí” Cuando Jesús dice que va a ser levantado de la tierra, se refiere tanto a su muerte en la cruz como a su resurrección gloriosa. No podemos separar lo uno de lo otro, pues se trata del misterio pascual: el paso a una vida nueva a través de la pasión redentora. La parte final del pasaje evangélico de este último domingo de Cuaresma contiene una alusión anticipada a lo que sería su oración en el huerto la víspera de su pasión. En el Evangelio, Jesús dice ¡Siento en este momento una angustia terrible! ¿Y qué voy a decir? ¿Diré: “Padre, líbrame de esta angustia”? ¡Pero precisamente para esto he venido! En los otros tres Evangelios, la oración es similar: “Padre, si es posible, líbrame de este trago amargo, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. A la misma oración se refiere la carta a los Hebreos en la segunda lectura de este domingo (Hebreos 5,7-9): Cristo… con voz fuerte y muchas lágrimas oró y suplicó a Dios, que tenía poder para librarlo de la muerte; y añade inmediatamente que por su obediencia, Dios lo escuchó, lo cual quiere decir que Dios Padre le respondió positivamente, no librándolo de la muerte, sino resucitándolo y glorificándolo después de ella, tal como lo había dicho la voz venida del cielo: “Ya lo he glorificado, y lo voy a glorificar otra vez” (Juan 12, 28). Dispongámonos nosotros a celebrar la Semana Santa de tal modo que, al identificarnos plenamente con Él poniéndonos al servicio del Reino de Dios, se realice también en nuestras vidas su misterio pascual, y se cumpla así en cada uno y cada una lo que ha dicho Jesús: “Donde yo esté, allí estará también quien me sirva”. Él, después

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El Mensaje Del Domingo 15 De Marzo

IV Domingo de Cuaresma – Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquél que cree en él no muera sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en el Hijo de Dios no será condenado, pero el que no cree ya ha sido condenado por no creer en el Hijo único de Dios Los que no creen ya han sido condenados, pues como hacían cosas malas, cuando la luz vino al mundo prefirieron la oscuridad a la luz. Todos los que hacen lo malo odian la luz, y no se acercan a ella para que no se descubra lo que están haciendo. Pero los que viven de acuerdo con la verdad se acercan a la luz, para que se vea que todo lo hacen de acuerdo con la voluntad de Dios (Juan 3, 14-21). La conversación de Jesús con Nicodemo, de la cual se nos presenta hoy la última parte, es relatada en el Evangelio según san Juan inmediatamente después de la expulsión de los mercaderes del templo, que leímos el domingo pasado. Nicodemo pertenecía al partido religioso de los fariseos, quienes en tiempos de Jesús y de los inicios del cristianismo se identificaban como los cumplidores perfectos de la Ley y de los ritos judaicos. Buena parte de ellos se oponían a Jesús, cegados por la soberbia y la hipocresía. Pero también había entre los fariseos hombres sinceros que buscaban la verdad, como Nicodemo, quien pertenecía además al “Sanedrín”, un tribunal en el que se decidían los asuntos religiosos de los judíos, frecuentemente con repercusiones jurídicas y políticas. Tres veces habla el Evangelio según san Juan de este personaje que llegaría a ser discípulo de Jesús. La primera, cuando va a buscarlo en la noche, tal vez por temor o por prudencia (Juan 3,2). La segunda, cuando sale en defensa de Jesús y dice: “según nuestra ley, no podemos condenar a un hombre sin antes haberlo oído” (Juan 7,50). Y la tercera, cuando él y otro personaje llamado José de Arimatea, también discípulo secreto de Jesús (secreto “por miedo a las autoridades judías”), amortajan y sepultan su cuerpo inerte después de bajarlo de la cruz (Juan 19,39). El evangelista recalca que el mismo que lo defendió y le dio sepultura es “el que una noche fue a hablar con Jesús”. Detengámonos en tres de las frases del Evangelio de este domingo, teniendo en cuenta además las otras lecturas bíblicas [2 Crónicas 36, 14-16.19-23; Salmo 137 (136); Efesios 2, 4-1]. 1.- Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, el hijo del hombre tiene que ser levantado para que todo el que cree en él tenga vida eterna La alusión a la imagen de la serpiente en el desierto era muy familiar para quienes conocían las sagradas escrituras, como Nicodemo. El libro de los Números, uno de los primeros cinco de la Biblia que en su conjunto componen la “Torá” o Ley divina, narra el episodio que evoca Jesús, cuando Moisés, siguiendo las instrucciones de Dios, colocó la imagen de una serpiente de bronce en el asta de una bandera para que quienes habían sido mordidos por las culebras del desierto, al mirarla quedaran curados (Núm. 21, 8-9). Con esta imagen se estaba refiriendo Jesús a lo que sería su sacrificio redentor al morir crucificado, y sus palabras llegan hasta nosotros para que nos dirijamos con una mirada de fe al Señor levantado en la cruz y lo reconozcamos como el único que puede sanarnos de nuestras dolencias espirituales y darnos vida eterna. En el Evangelio según san Juan, la cruz es signo a la vez de padecimiento y de triunfo. Por eso, al santiguarnos con este signo que nos identifica como seguidores de Cristo, si lo hacemos a conciencia estamos expresando nuestra fe en el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Cristo y nos disponemos así a que Él nos comunique su propia vida, que es eterna. 2.- Dios no envió su Hijo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él El mensaje central que nos trae la Palabra de Dios en las lecturas bíblicas de hoy es precisamente que el plan de Dios sobre la humanidad no es un plan de destrucción y condenación, sino de redención y salvación. Tal es el sentido de la primera lectura (2 Crónicas 36, 14-16.19-23), en la cual se hace referencia a los profetas que había enviado constantemente a su pueblo como mensajeros para invitarlo una y otra vez a convertirse apartándose de la idolatría y la injusticia. Una invitación que se renueva al volver los judíos de Babilonia, donde habían padecido desde el imperio babilonio de Nabucodonosor un destierro de 40 años que los llevó a añorar la ciudad de Jerusalén, tal como lo expresa poéticamente el Salmo 137 (136), magistralmente musicalizado en la ópera “Nabucco” de Giuseppe Verdi (1813-1901). También la segunda lectura nos presenta a Dios como rico en misericordia. Esta frase, que fue el título la encíclica inaugural del pontificado del papa San Juan Pablo II en 1978, corresponde a su vez al de la primera encíclica del papa emérito Benedicto XVI: Dios es amor. Y a esto mismo se refiere nuestro actual papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (La Alegría del Evangelio – 2013), cuando, precisamente al hablar del anuncio del Evangelio persona a persona –como lo hizo Jesús con Nicodemo- dice que el anuncio fundamental consiste en “el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad” (EG, 128). Dios ha querido salvarnos a los seres

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El Mensaje Del Domingo 8 De Marzo

III Domingo de Cuaresma– Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. Como ya se acercaba la fiesta de la Pascua de los judíos, Jesús fue a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de novillos, ovejas y palomas, y a los que estaban sentados en los puestos donde se le cambiaba el dinero a la gente. Al verlo, Jesús tomó unas cuerdas, se hizo un látigo y los echó a todos del templo, junto con sus ovejas y sus novillos. A los que cambiaban dinero les arrojó las monedas al suelo y les volcó las mesas. A los vendedores de palomas les dijo: -¡Saquen esto de aquí! ¡No hagan un mercado de la casa de mi Padre! Entonces sus discípulos se acordaron de aquella escritura que dice: “Me consume el celo por tu casa”. Los judíos le preguntaron: -¿Qué prueba nos das de tu autoridad para hacer esto? Jesús les contestó: – Destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo. Los judíos le dijeron: – Cuarenta y seis años se ha trabajado en la construcción de este templo, ¿y tú en tres días lo vas a levantar? Pero el templo al que Jesús se refería era su propio cuerpo. Por eso, cuando resucitó, sus discípulos se acordaron de esto que había dicho, y creyeron en las Escrituras y en las palabras de Jesús. Mientras Jesús estaba en Jerusalén, en la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en Él al ver las señales milagrosas que hacía. Pero Jesús no confiaba en ellos, porque los conocía a todos. No necesitaba que nadie le dijera nada acerca de la gente, pues Él mismo conocía el corazón del hombre (Juan 2, 13-25). Nuestra reflexión sobre este pasaje del Evangelio según san Juan podemos hacerla refiriéndonos sucesivamente a cada una de sus tres partes, teniendo en cuenta lo que nos dicen también los otros textos bíblicos de este domingo [Éxodo 20, 1-17; Salmo 19 (18); I Corintios 1, 22-25]. 1.- ¡No hagan un mercado de la casa de mi Padre! El templo de Jerusalén era para los judíos el lugar de la presencia de Dios significada en el “arca de la alianza”, una urna donde se guardaban los libros sagrados de la “Torá” o Ley de Dios, que contenían los diez mandamientos a los que se hace referencia en la primera lectura y en el salmo de este domingo. Estos mandamientos, como lo diría Jesús doce siglos después de haber sido proclamados en el monte Sinaí a través de Moisés, pueden sintetizarse en la ley del amor a Dios sobre todas las cosas y a nuestros prójimos como a nosotros mismos, es más, como Dios mismo nos ama. Ahora bien, los vendedores de animales para los sacrificios rituales, que estaban al servicio de los sacerdotes del templo de Jerusalén, al convertirlo en un mercado hacían de él algo totalmente opuesto a lo que debía ser: en vez de reconocerlo y respetarlo como el lugar de la presencia de Dios, un Dios cuya Ley es la del amor, lo empleaban para explotar a la gente buscando el propio provecho personal, sin importarles para nada el espíritu de aquella Ley que habían distorsionado reduciéndola a unas prácticas rituales externas desconectadas de las exigencias sociales. Lo mismo ocurre siempre que se utiliza la religión para hacer de ella un negocio lucrativo. 2.- Destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo El mismo texto del Evangelio explica el sentido de esta frase de Jesús, a la que iban a hacer alusión sus acusadores, aunque tergiversándola, durante el juicio que le haría el Sanedrín la víspera de su pasión y muerte: “el templo al que Jesús se refería era su propio cuerpo. Por eso, cuando resucitó, sus discípulos se acordaron de esto que había dicho”. Jesús estaba indicando no sólo que Él se manifiesta a sí mismo como el nuevo templo, el lugar viviente de la presencia de Dios que remplaza al antiguo templo de Jerusalén, sino también que toda persona que se identifica con Él y quiere ser su discípulo está llamada asimismo a ser templo de su Espíritu. En otras palabras, Dios nos invita a ser portadores de su presencia, que es la presencia activa del Amor, porque Él mismo es Amor. Los primeros cristianos se llamaron a sí mismos en griego cristóforos: portadores de Cristo. Esto mismo estamos llamados a ser también nosotros, con mayor razón aún si recibimos en la comunión la vida de Cristo resucitado. La misma metáfora es empleada también por san Pablo, en sus cartas a los primeros cristianos de la ciudad griega de Corinto, para referirse a los bautizados como templos del Espíritu Santo: El cuerpo es templo del Espíritu Santo (I Co 6, 19); Ustedes son templo de Dios y el Espíritu de Dios mora en ustedes (I Co 3, 16); Ustedes son el templo de Dios viviente, como Dios dijo: habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo (2 Co 6, 16). En el texto de la primera carta a los Corintios que corresponde a la segunda lectura de hoy, Pablo dice que el Cristo del que debemos ser portadores con nuestro testimonio de vida es precisamente aquél que fue crucificado, es decir, el que mostró cómo es el amor de Dios, un amor que va hasta el extremo de entregar la propia vida. Todo el que se encuentre con cada uno de nosotros, los bautizados, debería experimentar la presencia de ese mismo Dios Amor como la experimentaban en el propio Jesús las personas necesitadas, los pobres, los rechazados, los marginados, los excluidos. ¿Somos de verdad “cristóforos”, portadores de Cristo? 3.- Él mismo conocía el corazón del hombre La última parte del relato sobre la expulsión de los mercaderes del templo, nos invita a reflexionar sobre el sentido de nuestra relación con Jesús. Cuando el evangelista dice que “Jesús no confiaba en ellos, porque los conocía a todos”, se está refiriendo precisamente a los mercachifles de la religión que

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