IV Domingo de Cuaresma – Ciclo B Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquél que cree en él no muera sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en el Hijo de Dios no será condenado, pero el que no cree ya ha sido condenado por no creer en el Hijo único de Dios Los que no creen ya han sido condenados, pues como hacían cosas malas, cuando la luz vino al mundo prefirieron la oscuridad a la luz. Todos los que hacen lo malo odian la luz, y no se acercan a ella para que no se descubra lo que están haciendo. Pero los que viven de acuerdo con la verdad se acercan a la luz, para que se vea que todo lo hacen de acuerdo con la voluntad de Dios (Juan 3, 14-21). La conversación de Jesús con Nicodemo, de la cual se nos presenta hoy la última parte, es relatada en el Evangelio según san Juan inmediatamente después de la expulsión de los mercaderes del templo, que leímos el domingo pasado. Nicodemo pertenecía al partido religioso de los fariseos, quienes en tiempos de Jesús y de los inicios del cristianismo se identificaban como los cumplidores perfectos de la Ley y de los ritos judaicos. Buena parte de ellos se oponían a Jesús, cegados por la soberbia y la hipocresía. Pero también había entre los fariseos hombres sinceros que buscaban la verdad, como Nicodemo, quien pertenecía además al “Sanedrín”, un tribunal en el que se decidían los asuntos religiosos de los judíos, frecuentemente con repercusiones jurídicas y políticas. Tres veces habla el Evangelio según san Juan de este personaje que llegaría a ser discípulo de Jesús. La primera, cuando va a buscarlo en la noche, tal vez por temor o por prudencia (Juan 3,2). La segunda, cuando sale en defensa de Jesús y dice: “según nuestra ley, no podemos condenar a un hombre sin antes haberlo oído” (Juan 7,50). Y la tercera, cuando él y otro personaje llamado José de Arimatea, también discípulo secreto de Jesús (secreto “por miedo a las autoridades judías”), amortajan y sepultan su cuerpo inerte después de bajarlo de la cruz (Juan 19,39). El evangelista recalca que el mismo que lo defendió y le dio sepultura es “el que una noche fue a hablar con Jesús”. Detengámonos en tres de las frases del Evangelio de este domingo, teniendo en cuenta además las otras lecturas bíblicas [2 Crónicas 36, 14-16.19-23; Salmo 137 (136); Efesios 2, 4-1]. 1.- Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, el hijo del hombre tiene que ser levantado para que todo el que cree en él tenga vida eterna La alusión a la imagen de la serpiente en el desierto era muy familiar para quienes conocían las sagradas escrituras, como Nicodemo. El libro de los Números, uno de los primeros cinco de la Biblia que en su conjunto componen la “Torá” o Ley divina, narra el episodio que evoca Jesús, cuando Moisés, siguiendo las instrucciones de Dios, colocó la imagen de una serpiente de bronce en el asta de una bandera para que quienes habían sido mordidos por las culebras del desierto, al mirarla quedaran curados (Núm. 21, 8-9). Con esta imagen se estaba refiriendo Jesús a lo que sería su sacrificio redentor al morir crucificado, y sus palabras llegan hasta nosotros para que nos dirijamos con una mirada de fe al Señor levantado en la cruz y lo reconozcamos como el único que puede sanarnos de nuestras dolencias espirituales y darnos vida eterna. En el Evangelio según san Juan, la cruz es signo a la vez de padecimiento y de triunfo. Por eso, al santiguarnos con este signo que nos identifica como seguidores de Cristo, si lo hacemos a conciencia estamos expresando nuestra fe en el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Cristo y nos disponemos así a que Él nos comunique su propia vida, que es eterna. 2.- Dios no envió su Hijo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él El mensaje central que nos trae la Palabra de Dios en las lecturas bíblicas de hoy es precisamente que el plan de Dios sobre la humanidad no es un plan de destrucción y condenación, sino de redención y salvación. Tal es el sentido de la primera lectura (2 Crónicas 36, 14-16.19-23), en la cual se hace referencia a los profetas que había enviado constantemente a su pueblo como mensajeros para invitarlo una y otra vez a convertirse apartándose de la idolatría y la injusticia. Una invitación que se renueva al volver los judíos de Babilonia, donde habían padecido desde el imperio babilonio de Nabucodonosor un destierro de 40 años que los llevó a añorar la ciudad de Jerusalén, tal como lo expresa poéticamente el Salmo 137 (136), magistralmente musicalizado en la ópera “Nabucco” de Giuseppe Verdi (1813-1901). También la segunda lectura nos presenta a Dios como rico en misericordia. Esta frase, que fue el título la encíclica inaugural del pontificado del papa San Juan Pablo II en 1978, corresponde a su vez al de la primera encíclica del papa emérito Benedicto XVI: Dios es amor. Y a esto mismo se refiere nuestro actual papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (La Alegría del Evangelio – 2013), cuando, precisamente al hablar del anuncio del Evangelio persona a persona –como lo hizo Jesús con Nicodemo- dice que el anuncio fundamental consiste en “el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad” (EG, 128). Dios ha querido salvarnos a los seres