Domingo II del Tiempo Pascual – Ciclo C
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «La paz esté con ustedes». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «La paz esté con ustedes». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: « ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que creen sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengan vida en su nombre (Juan 20, 19-31).
1. “Dichosos los que creen sin haber visto”
Los relatos de apariciones de Jesús resucitado en los Evangelios nos remiten a experiencias de FE que corresponden a una dimensión distinta de las que captan físicamente los sentidos. Si bien emplean imágenes que se refieren a los hechos de ver, oír y tocar, la realidad a la que se refieren es de orden espiritual. Por eso muestran a Jesús resucitado realizando acciones que les permitan a sus discípulos reconocerlo en su vida nueva y gloriosa, no condicionada ya por las dimensiones del espacio y del tiempo.
En el encuentro del Señor resucitado con el apóstol Tomás, la referencia a las señales dejadas por los clavos y la lanza significa que se trata del mismo Jesús que había muerto en la cruz, pero ahora con una presencia distinta de la física. Una presencia real, pero sólo captable por la fe. En este sentido, la frase de Jesús a Tomás –Dichosos los que creen sin haber visto– viene dirigida a nosotros como una invitación a creer sin exigir pruebas de laboratorio, a reconocer desde la fe la presencia espiritual de Cristo resucitado. Esta misma fe nos puede llevar a repetir cada cual interiormente, como muchos solemos hacerlo después de la consagración del pan y del vino, la expresión del apóstol Tomás que a su vez es un acto de adoración a Jesús realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía: “Señor mío y Dios mío” (Juan 20, 28).
2. “La paz esté con ustedes”
Este saludo de Cristo resucitado que encontramos tres veces en el Evangelio de hoy, constituye una invitación a la ESPERANZA. Es el mismo saludo que se nos invita a darnos unos a otros inmediatamente antes de la comunión, y que cobra todo su sentido en la situación concreta que nos ha tocado vivir en medio de la violencia y de acontecimientos que llenan de dolor y de tristeza a tantas personas y las sumen en el miedo, como sucedió inicialmente con los primeros discípulos.
Y en este sentido son iluminadoras las palabras con las que Jesús resucitado se presenta ante el autor del libro del Apocalipsis: “No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo” (segunda lectura: Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19). Al proclamar que Cristo ha resucitado, expresamos nuestra esperanza en un porvenir nuevo en el que la vida triunfará sobre la muerte, y el amor sobre el abismo sin fondo de la maldad.
3. “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados…”
La paz que nos da Cristo resucitado es la que proviene de la reconciliación con Dios y entre nosotros, como resultado del perdón pedido y concedido gracias al Espíritu Santo que Él nos comunica: Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados…” El término espíritu, en su sentido bíblico originario, quiere decir soplo, aire, aliento vital renovador y refrescante. En el lenguaje bíblico el Espíritu Santo es el aliento vital y renovador de Dios, que es AMOR, Dios mismo que con su energía creadora hace surgir la vida y la renueva.
El capítulo 2 del Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento y de toda la Biblia, contiene un relato simbólico de la creación del ser humano en el cual se nos cuenta que Dios le comunicó su aliento vital infundiendo en él su propio Espíritu. En el Evangelio según san Juan, que con las tres Cartas y el libro de Apocalipsis, provenientes de este mismo apóstol y evangelista -o de la llamada escuela joánica-, constituye cronológicamente la culminación de los escritos bíblicos del Nuevo Testamento, encontramos la narración de un nuevo acto creador, una nueva creación: Dios Padre, a través de su Hijo Jesucristo resucitado, les comunica a sus primeros discípulos, y desde ellos también lo hace con nosotros, su Espíritu dador de una vida nueva, que nos libera del pecado -es decir, de la ruptura con Dios y con nuestros prójimos causada por nuestros egoísmos y comportamientos opuestos a su voluntad, que es voluntad de amor-.
La forma en que se manifiesta la primera comunidad cristiana como una comunidad de hijos e hijas de Dios, y por lo mismo de hermanos y hermanas que forman parte de una misma familia espiritual (primera lectura: Hechos de los Apóstoles 5, 12-16), es un testimonio vivo de la verdad del mensaje proclamado por los primeros discípulos de Cristo: que Él ha resucitado, está vivo y sigue actuando constructivamente a través de ellos. Por eso la celebración de la Eucaristía implica también para nosotros, si queremos ser sus discípulos o seguidores actuales, el compromiso de realizar lo que significamos en ella, contribuyendo cada cual a la construcción de una comunidad reconciliada y reconciliadora, sobre la base del reconocimiento de la misericordia infinita de Dios: “porque es eterna su misericordia”, como dice el salmo responsorial [Salmo 118 (117)]. Esta misericordia se nos ha revelado plenamente en la persona de nuestro Señor y Salvador Jesucristo con su muerte en la cruz, con su corazón abierto y con su resurrección gloriosa, y por eso a este II Domingo de Pascua se le llama también, en la liturgia de la Iglesia Católica, Domingo de la Divina Misericordia. Dispongámonos por tanto a reconocer desde la fe pascual el amor misericordioso de Dios manifestado en Cristo vivo y presente en nuestra vida personal, familiar y social, y a dar un auténtico testimonio de ese mismo amor en nuestra vida cotidiana.-