XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo B
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
En aquel tiempo Jesús fue a su propia tierra, y sus discípulos fueron con él. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga. Y muchos oyeron a Jesús, y se preguntaron admirados: -¿Dónde aprendió éste tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también aquí, entre nosotros? Y no tenían fe en él.
Pero Jesús les dijo: – En todas partes se honra a un profeta, menos en su propia tierra, entre sus parientes y en su propia casa. No pudo hacer allí ningún milagro, aparte de poner las manos sobre unos pocos enfermos y sanarlos. Estaba asombrado porque aquella gente no creía en él. Y recorría las aldeas cercanas, enseñando. (Marcos 6, 1-6).
1. Sólo podemos conocer de verdad a las personas si superamos los prejuicios
Los prejuicios siempre constituyen un muro que impide reconocer la verdad de las personas. Para aquellos paisanos suyos, Jesús no podía ser más que el carpintero -o el hijo del carpintero, el hijo de José, como dicen respectivamente los textos paralelos de Mateo (13, 53-58) y Lucas (4, 16-30)-. Y el Evangelio según san Juan cuenta que uno de quienes iban a ser sus primeros discípulos, Natanael, también llamado Bartolomé, cuando oyó de qué lugar provenía Jesús, antes de conocerlo exclamó: “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?” (Juan 1, 46)
Jesús era conocido también en su tierra como el hijo de María, y en los evangelios se habla de sus hermanos y hermanas. Esto es objeto de polémica entre las diversas interpretaciones cristianas de los textos bíblicos. Los protestantes en su mayoría niegan la virginidad de María, la madre de Jesús, y afirman que éste tuvo hermanos nacidos de ella y de José. Para los ortodoxos el término significa hermanastros o hermanos medios, nacidos de un matrimonio anterior de José, que cuando se casó con María era viudo. En la interpretación de la Iglesia Católica Romana, que proclama la virginidad de María antes, en y después del parto, el término hermanos -en griego adelphoi- se entiende como los primos, pues la palabra correspondiente a este tipo de parentesco no existe en arameo, la lengua en la que originalmente habló Jesús y predicaron los apóstoles, y a partir de la cual fueron escritas las versiones en griego de los evangelios que han llegado hasta nosotros.
Pero, más allá de esta discusión, es significativa la resistencia de muchos de los coterráneos de Jesús a creer en sus enseñanzas y milagros, precisamente porque lo habían visto crecer como miembro de una familia humilde. Es más, el Evangelio según san Juan se refiere a esta actitud de rechazo en un contexto mucho más amplio que el de Nazaret: el de quienes decían creer en el Dios verdadero y no acogieron su Palabra hecha carne en la persona de Jesús: Vino a su propia casa, y los suyos no lo recibieron (Juan 1, 11).
2. No es posible experimentar la acción sanadora de Jesús sin una actitud de fe
La frase de Jesús en el Evangelio de este domingo, con la cual se refiere a sí mismo, ha dado origen a un famoso refrán popular: Nadie es profeta en su tierra. Los textos bíblicos aplican el término profeta a la persona llamada por Dios que habla y actúa por inspiración divina, y por eso es capaz no sólo de interpretar el sentido trascendente de las experiencias cotidianas, sino también de predecir los acontecimientos futuros. Con esta última capacidad se suele relacionar más comúnmente el término, pero en el Evangelio su significado es ante todo el primero: profeta es quien que ha sido llamado por Dios para hablar y actuar en su nombre, como en el siglo VI antes de Cristo lo fue por ejemplo Ezequiel, cuya vocación o llamamiento se narra en la primera lectura de este domingo: “Hijo de hombre, te envío donde los israelitas… Te escucharán o no te escucharan, pero sabrán que hay un profeta en medio de ellos” (Ezequiel 2, 2-5).
Jesús es el profeta por excelencia, que no sólo habla en nombre de Dios -a quien se refiere como el Padre-, sino además es Dios mismo hablando en persona. Y como en tiempos de Jesús, también hoy surge la cuestión acerca de qué tipo de formación tuvo durante su infancia y su juventud. Resuena así la pregunta de sus paisanos: ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? A juzgar por los evangelios, Jesús no parece haber salido de Nazaret antes de cumplir sus 30 años de edad. Sin embargo, algunos estudiosos dicen que fue instruido en la comunidad religiosa de los Esenios, establecida en el desierto cerca de la desembocadura del río Jordán. Otros afirman que incluso estuvo en la India, donde aprendió las doctrinas hindúes y budistas. Todo esto es especulación. Pero lo más importante y que escapa a quienes se encierran en parámetros meramente humanos, es que en Jesús actuaba de manera especial el Espíritu Santo, lo cual iban a reconocer sus primeros discípulos gracias al don de la fe pascual después de su muerte y resurrección.
3. Sólo podemos recibir la fuerza de Cristo cuando reconocemos nuestra debilidad
Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo, dice san Pablo en la segunda lectura (2 Corintios 12, 7-10), refiriéndose a lo que él llama una espina que lleva clavada en su carne, entendida aquí la carne como la condición humana. Pablo no especifica cuál es esa espina. Podría tratarse de un problema inherente a su propia realidad personal, con el que tuvo que enfrentarse constantemente durante su vida y en el ejercicio de su apostolado. Pero lo que sí indica él es que esa debilidad lo lleva a reconocer humildemente la necesidad de la fuerza sanadora y salvadora del Señor, que le dice interiormente: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”.
Esas palabras son también hoy para nosotros. Todos tenemos limitaciones, defectos que forman parte de nuestra debilidad humana. Lo primero que debemos hacer al experimentar esta realidad es reconocer esta misma debilidad, aceptándonos como somos, pero no para destruir nuestra autoestima ni para quedarnos cruzados de brazos sin luchar por un mejoramiento continuo -como se dice hoy con referencia a los sistemas de calidad- sino para poner toda nuestra confianza en el poder del amor de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, con cuya gracia podemos ciertamente superar nuestras deficiencias.-