IV Domingo de Adviento – Ciclo C
Gabriel Jaime Pérez, S.J.
En aquellos días, María se puso en camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.” (Lucas 1, 39-45).
En este IV y último Domingo del tiempo litúrgico del Adviento, dispongámonos a culminar nuestra preparación para la celebración del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, meditando sobre lo que nos dice la Palabra de Dios en el Evangelio y teniendo en cuenta también las demás lecturas bíblicas [Miqueas 5, 1-4; Sal 80 (79); Hebreos 10, 5-10].
En el Evangelio resalta la figura de María, la madre de Jesús, Madre de Dios hecho hombre. Con ella culmina un largo proceso de preparación en la historia de la salvación para que se hiciera realidad el misterio de la Encarnación. Su fe, su esperanza y su disponibilidad total para cumplir la voluntad de Dios, son destacadas especialmente en el Evangelio de Lucas. Centrémonos en tres frases del relato de este Evangelio escogido para hoy, y veamos cómo podemos aplicarlas a nuestra vida.
1. “María se puso en camino”
Lo primero que se le ocurre a María después de haber recibido en la Anunciación la noticia de que su prima Isabel lleva seis meses de embarazo, es ir a visitarla. De esta forma, la que se acaba de reconocer a sí misma como la servidora del Señor, pone inmediatamente en práctica lo que ha dicho, mostrando con su modo de obrar que servir a Dios es ponerse al servicio del prójimo, especialmente de quienes pueden estar más necesitados.
María debió recorrer unos ciento cincuenta kilómetros desde Nazaret, en Galilea, al norte de Israel, hasta una pequeña población de Judea llamada Aim-Karim, situada en la montaña a unos tres kilómetros de Jerusalén. El recorrido solía durar cuatro o cinco días, empleando el medio de transporte más común de aquella época entre los pobres, que era el asno, pues el camello y el caballo eran para los más pudientes.
Al imaginar a María en camino, unámonos espiritualmente a ella y pidámosle que con su intercesión nos alcance del Señor una auténtica disposición a servir, poniéndonos nosotros también en camino hacia donde están las personas que pueden en este momento estar necesitando de nuestra solidaridad, de nuestra ayuda, de nuestra compañía en medio de situaciones difíciles.
2. “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”
La Iglesia ha consagrado esta exclamación de Isabel en la oración que conocemos con el nombre de Avemaría y que, quienes fuimos educados desde niños en la fe cristiana católica, aprendimos de nuestras madres. Esta oración, en su primera parte, está compuesta por el saludo del Ángel Gabriel en el relato de la Anunciación y la doble bendición de Isabel. Repitámosla interiormente tomando conciencia de su contenido, de modo que se constituya en nosotros como una especie de mantra, es decir, una expresión mediante la cual, al repetirla una y otra vez, el Espíritu Santo nos vaya disponiendo a cumplir como María la voluntad de Dios en nuestra vida.
El Santo Rosario, al que podemos precisamente considerar como una oración “mántrica”, tiene como uno de sus misterios gozosos el de la Visitación de María a su prima Isabel. De ordinario corremos el peligro de recitar maquinalmente unas fórmulas sin sentir de verdad lo que decimos. Al evocar hoy el saludo de Isabel a María Santísima, dispongámonos a rezar el Ave María en una tónica de meditación y contemplación que nos lleve a identificarnos con el sentido profundo de este misterio.
3. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”
Esta última frase de Isabel constituye un reconocimiento de la actitud de fe y de esperanza en Dios, de la cual María Santísima es el ejemplo máximo.
María es ejemplo de fe y de esperanza, porque creyó siempre en que Dios cumpliría sus promesas de salvación, expresadas, entre otros textos bíblicos, en la profecía de Miqueas que corresponde a la primera lectura de este domingo. Belén era la más pequeña de las aldeas de Judá, en donde había nacido David para convertirse, de un sencillo pastor, en el rey de Israel. Nosotros reconocemos en Jesús, nacido en Belén, al descendiente de David anunciado por los profetas.
La fe y la esperanza de María van plenamente unidas a una total disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios, que es voluntad de amor. Ella se llamó a sí misma la servidora del Señor y nos mostró que el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. La segunda lectura de este domingo, tomada de la carta a los Hebreos en el Nuevo Testamento, nos presenta la disposición de Jesús a cumplir la voluntad de Dios como el único “sacrificio” válido, que remplazaría las antiguas ofrendas de animales propias del Antiguo Testamento. “Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Esta frase, que el texto bíblico pone en boca del Mesías prometido, tiene una significativa relación con la respuesta de María en la Anunciación: “Aquí está la servidora del Señor”.
Renovemos nuestra fe y nuestra esperanza en Dios, particularmente al culminar el Adviento y celebrar las fiestas de la Navidad, con una sincera disposición a cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida. Para cumplirla es necesario antes conocerla, y sólo podremos conocerla si hacemos silencio interior y escuchamos con atención su Palabra, dejándonos interpelar por ella.-