Colegio San José Barranquilla

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El Mensaje del Domingo – 7 de abril

Domingo II del Tiempo Pascual – Ciclo C Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.                                    Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «La paz esté con ustedes». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «La paz esté con ustedes». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: « ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que creen sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengan vida en su nombre (Juan 20, 19-31). 1. “Dichosos los que creen sin haber visto” Los relatos de apariciones de Jesús resucitado en los Evangelios nos remiten a experiencias de FE que corresponden a una dimensión distinta de las que captan físicamente los sentidos. Si bien emplean imágenes que se refieren a los hechos de ver, oír y tocar, la realidad a la que se refieren es de orden espiritual. Por eso muestran a Jesús resucitado realizando acciones que les permitan a sus discípulos reconocerlo en su vida nueva y gloriosa, no condicionada ya por las dimensiones del espacio y del tiempo. En el encuentro del Señor resucitado con el apóstol Tomás, la referencia a las señales dejadas por los clavos y la lanza significa que se trata del mismo Jesús que había muerto en la cruz, pero ahora con una presencia distinta de la física. Una presencia real, pero sólo captable por la fe. En este sentido, la frase de Jesús a Tomás –Dichosos los que creen sin haber visto– viene dirigida a nosotros como una invitación a creer sin exigir pruebas de laboratorio, a reconocer desde la fe la presencia espiritual de Cristo resucitado. Esta misma fe nos puede llevar a repetir cada cual interiormente, como muchos solemos hacerlo después de la consagración del pan y del vino, la expresión del apóstol Tomás que a su vez es un acto de adoración a Jesús realmente presente en el  santísimo sacramento de la Eucaristía: “Señor mío y Dios mío” (Juan 20, 28). 2. “La paz esté con ustedes” Este saludo de Cristo resucitado que encontramos tres veces en el Evangelio de hoy, constituye una invitación a la ESPERANZA. Es el mismo saludo que se nos invita a darnos unos a otros inmediatamente antes de la comunión, y que cobra todo su sentido en la situación concreta que nos ha tocado vivir en medio de la violencia y de acontecimientos que llenan de dolor y de tristeza a tantas personas y las sumen en el miedo, como sucedió inicialmente con los primeros discípulos. Y en este sentido son iluminadoras las palabras con las que Jesús resucitado se presenta ante el autor  del libro del Apocalipsis: “No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo” (segunda lectura: Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19). Al proclamar que Cristo ha resucitado, expresamos nuestra esperanza en un porvenir nuevo en el que la vida triunfará sobre la muerte, y el amor sobre el abismo sin fondo de la maldad.  3. “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados…” La paz que nos da Cristo resucitado es la que proviene de la reconciliación con Dios y entre nosotros, como resultado del perdón pedido y concedido gracias al Espíritu Santo que Él nos comunica: Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados…” El término espíritu, en su sentido bíblico originario, quiere decir soplo, aire, aliento vital renovador y refrescante. En el lenguaje bíblico el Espíritu Santo es el aliento vital y renovador de Dios, que es AMOR, Dios mismo que con su energía creadora hace surgir la vida y la renueva. El capítulo 2 del Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento y de toda la Biblia, contiene un relato simbólico de la creación del ser humano en el cual se nos cuenta que Dios le comunicó su aliento vital infundiendo en él su propio Espíritu. En el Evangelio según san Juan, que con las tres Cartas y el libro de Apocalipsis, provenientes de este mismo apóstol y evangelista -o de la llamada escuela joánica-, constituye cronológicamente la culminación de los escritos bíblicos del Nuevo Testamento, encontramos la narración de un nuevo acto creador, una nueva creación: Dios Padre, a través de su Hijo Jesucristo resucitado, les comunica a sus primeros discípulos, y desde ellos también lo hace con nosotros, su Espíritu dador de una vida nueva, que nos libera del pecado

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El Mensaje del Domingo – 31 de marzo

Domingo de Resurrección – Ciclo C Gabriel Jaime Pérez, S.J.                                                    El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro, y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo, pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó. Pues hasta entonces no habían creído la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos (Juan 20,1-9). La conmemoración de la Resurrección de Jesucristo es la más importante de todas las celebraciones de nuestra fe. Comienza en la noche del Sábado Santo con la bendición y el encendimiento del Cirio Pascua que representa a Jesús resucitado, luz del mundo, principio y fin de la historia -Alfa y Omega-; sigue luego en la misma liturgia la evocación bíblica de la historia de la salvación obrada por Dios desde la creación del universo, pasando por la liberación de la esclavitud del pueblo de Israel, hasta las profecías que anunciaron al Mesías; y culmina con la bendición del agua, que evoca el sacramento del Bautismo por el cual hemos renacido a una vida nueva en Cristo, y la Eucaristía, que actualiza la acción salvadora del Señor mediante su sacrificio redentor y se nos da como alimento espiritual con su vida resucitada. En la siguiente reflexión me referiré a las lecturas bíblicas de la Misa del Día del Domingo de Resurrección: Hechos de los Apóstoles 10, 34-43, Carta de San Pablo a los Colosenses 3, 1-4 y Evangelio según San Juan 20, 1-9. 1. Los discípulos de Jesús encuentran el sepulcro vacío Los primeros relatos evangélicos de la resurrección de Cristo corresponden a la experiencia del sepulcro vacío, y son las mujeres las primeras en tenerla. Ellas, según las costumbres judías, querían embalsamar el cuerpo de Jesús, pues no habían alcanzado a terminar su labor en la tarde del viernes por haber comenzado desde las seis el descanso sabático. El mensaje del sepulcro vacío consiste en una invitación a no buscar a Jesús en el lugar destinado a los muertos, pues no está allí. Sólo se le puede encontrar en otra dimensión distinta de la física o material, y esto es lo que constituye el sentido de la fe de los primeros discípulos, expresada en la frase del relato de Juan, “el otro discípulo” que, después de María Magdalena, llegó con Simón Pedro al sepulcro: “vio y creyó”. ¿Qué vio? Un sudario, unas vendas y el sepulcro vacío. ¿Qué creyó? Lo que Jesús ya les había anunciado antes de su muerte: que iba a resucitar. 2. Jesucristo resucitado se manifiesta a sus discípulos El libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por el mismo evangelista en el que encontramos la pregunta “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lucas 24, 5b), así como también varios relatos contenidos en los cuatro Evangelios, nos describen la experiencia que tuvieron los primeros discípulos de Jesús, ya no sólo de su ausencia del sepulcro, sino de su presencia resucitada: “Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se nos apareciera a nosotros”, dice Simón Pedro en su discurso, en la primera lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles.  Esta experiencia se da especialmente en la celebración de la Eucaristía: “Nosotros comimos y bebimos con Él después de su resurrección”. Cuando los primeros discípulos de Jesús se reúnen para compartir el pan y el vino en memoria suya, experimentan su presencia resucitada, distinta de la física anterior a su muerte. Es una presencia espiritual que corresponde a una dimensión trascendente. Si bien la experiencia pascual de aquellos primeros discípulos tuvo unas características especiales, algo similar ocurre para nosotros cuando celebramos la Eucaristía: Jesucristo resucitado se hace presente en el sacramento de su cuerpo y sangre gloriosos, es decir, de su vida nueva con la cual Él mismo nos alimenta y nos renueva. 3. La resurrección de Cristo, prenda de nuestra resurrección futura El anuncio pascual de la resurrección de Jesucristo es el contenido central de la Buena Noticia que desde entonces comenzó a difundirse desde Jerusalén: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, el Mesías, el Cristo -es decir, el consagrado por Dios Padre para realizar su designio de salvación en favor de toda la humanidad-, ha resucitado y está vivo, con una vida nueva que pertenece al orden espiritual, y ha querido hacernos partícipes de su resurrección para que también nosotros seamos eternamente felices. Esta Buena Noticia constituye para nosotros una invitación a poner nuestra mirada en las realidades eternas, no quedándonos en lo terreno que es transitorio. Tal es el sentido de la exhortación de san Pablo en la segunda lectura: poner la mirada en las realidades eternas, que son las de “arriba”, -teniendo en cuenta que la oposición arriba/abajo es una forma simbólica de hablar de la superioridad de lo espiritual sobre lo material, de lo eterno sobre lo efímero-, identificándonos con Cristo, para morir a todo cuanto nos pueda apartar de Dios y para renacer a una vida nueva. Vivamos entonces con gozo esta celebración pascual de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, prenda de nuestra resurrección futura. Vivámosla con la fe y la esperanza en que, a pesar de las experiencias dolorosas de violencia y destrucción que ensombrecen nuestra existencia y llevan a muchos al pesimismo y la desilusión,

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Carta del Papa Francisco al Padre General de la Compañía de Jesús

Querido Padre Nicolás: Con sumo gozo, he recibido la amable carta que, con ocasión de mi elección a la Sede de San Pedro, ha tenido a bien enviarme, en nombre propio y de la Compañía de Jesús, y en la que me participa su oración por mi Persona y ministerio apostólico, así como su plena disposición para seguir sirviendo incondicionalmente a la Iglesia y al Vicario de Cristo, según el precepto de San Ignacio de Loyola. Le agradezco cordialmente esta muestra de aprecio y cercanía, a la que correspondo complacido, pidiendo al Señor que ilumine y acompañe a todos los Jesuitas, de modo que, fíeles al carisma recibido y tras las huellas de los santos de nuestra amada Orden, puedan ser con la acción pastoral, pero sobre todo con el testimonio de una vida enteramente entregada al servicio de la Iglesia, Esposa de Cristo, fermento evangélico en el mundo, buscando infatigablemente la gloria de Dios y el bien de las almas. Con estos sentimientos, ruego a todos los Jesuitas que recen por mí y me encomienden a la amorosa protección de la Virgen María, nuestra Madre del cielo, a la vez que, como prenda de abundantes favores divinos, les imparto con particular afecto la Bendición Apostólica, que hago extensiva a todas aquellas personas que cooperan con la Compañía de Jesús en sus actividades, se benefician de sus obras de bien y participan de su espiritualidad. Francisco  Vaticano, 16 de marzo de 2013

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Homilía del Papa Francisco – Día de San José

SANTA MISA IMPOSICIÓN DEL PALIO Y ENTREGA DEL ANILLO PESCADOR EN EL SOLEMNE INICIO DEL MINISTERIO PRETINO DEL OBISPO DE ROMA HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO Plaza de San Pedro Martes 19 de marzo de 2013 Solemnidad de San José Queridos hermanos y hermanas Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud. Saludo con afecto a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático. Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1). ¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús ¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, para salvaguardar la creación. Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios. Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer. Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura. Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente,

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Carrusel de alimentos en Kinder 4A

Para concluir el proyecto: “Carrusel de alimentos”,  los niños y niñas de Kinder 4A  hicieron una muestra con los productos propios de la cultura caribe.  Los estudiantes, con el apoyo de sus papitos, trajeron algunos alimentos típicos de la ciudad y durante la hora del recreo hicieron una espectacular exposición. Las profesoras y demás compañeros del Preescolar conocieron y se deleitaron con los productos y algunos incluso “pagaron”. Todos los “vendedores” de Patillazo, fritos, patacones, bollo con queso, butifarra, mango con sal, cocaditas estuvieron geniales, disfrutaron mucho la actividad y se logró el objetivo del proyecto. Agradecemos a las familias de Kinder 4A por el apoyo para el desarrollo de esta actividad. Fotografía: Preescolar

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El Mensaje del Domingo – 24 de marzo

Domingo de Ramos – Domingo de Pasión – Ciclo C Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: «Vayan a la aldea de enfrente; al entrar, encontrarán un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta: “¿Por qué lo desatan?”, contéstenle: “El Señor lo necesita”». Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron: « ¿Por qué desatan el borrico?» Ellos contestaron: «El Señor lo necesita». Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar. Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte, toda la multitud de sus  discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar  a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo: « ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo alto!» Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Él replicó: «Les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lucas 19, 28-40). La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos, llamado también de Pasión. En este año el texto para la bendición de los ramos es del Evangelio de Lucas (19, 28-40), y en la Misa se toma del mismo Evangelio el relato de la pasión y muerte de Jesús (Lucas 22, 14 – 23.56), antecedido por un texto de Isaías (50, 4-7), otro del Salmo 22 (21) y otro de la Carta de san Pablo a los Filipenses (2,6-11). Centremos nuestra reflexión en tres temas: 1. De la aclamación “¡Bendito el Rey que viene…!” al grito “Crucifícalo” (Lc 19, 38) Jesús entra a Jerusalén,  no con arrogancia en un carro de guerra tirado por caballos, como lo hacían los ganadores de batallas militares o los emperadores,  sino manso y humilde, en son de paz y montando un asno, como lo había anunciado hacia el año 450 A.C. el profeta Zacarías (9,9): “Mira que tu rey vendrá a ti… pobre y sentado sobre un asno…” Jesús inicialmente es recibido por “la multitud de sus discípulos” como el Mesías prometido, descendiente del rey David. Pero también la mayoría de ellos lo abandonará, hasta salirse finalmente con la suya los fariseos y los sacerdotes del Templo, que provocarán la condenación de Jesús a la cruz. A la aclamación inicial -“Bendito el Rey que viene…”- le sucederá poco después el grito “Crucifícalo” (Lc 23, 20). Pero hay un detalle: el mismo Evangelio que al narrar el nacimiento de Jesús se había referido a los ángeles que cantaban “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra…” (Lc 2, 14), evoca ahora una exclamación similar de la gente que lo recibe cuando entra en Jerusalén antes de su pasión: “¡Paz en el cielo y gloria en lo alto!” A este respecto comentó el anterior Papa Benedicto XVI en su homilía del Domingo de Ramos del año 2010: “Los ángeles habían hablado de la gloria de Dios en las alturas y de la paz en la tierra para los hombres a los que Dios ama. Los peregrinos en la entrada de la ciudad santa dicen: ‘Paz en el cielo y gloria en las alturas’. Saben muy bien que en la tierra no hay paz. Y saben que el lugar de la paz es el cielo”. Lo que aquí va implícito es por ello un anuncio de la resurrección gloriosa de Jesús, prenda de nuestra resurrección futura. 2. “Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes…” (Lc 22, 19-20) El relato de la pasión según san Lucas, comienza evocando la cena pascual que Jesús celebra con los doce apóstoles la víspera de su muertes, y en esta misma cena la institución del sacramento de la Eucaristía, “fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia”, como dice el Concilio Vaticano II en su  Constitución sobre la Sagrada Liturgia. Dentro de la Semana Mayor, la Iglesia dedica la tarde del Jueves Santo a conmemorar especialmente tal institución de la Eucaristía como “sacramento de nuestra fe”. Como lo decimos inmediatamente después de la consagración del pan y del vino que se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, es decir, en su vida entregada para nuestra salvación, la Eucaristía es el sacramento de nuestra fe en el que anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección y expresamos nuestra esperanza en su venida gloriosa (ven, Señor Jesús). Y como actualización de su sacrificio redentor, este mismo sacramento es el signo del amor de Dios que como tal implica el mandamiento del amor: amor a Dios sobre todas las cosas que debe manifestarse en el amor al prójimo, no sólo como a nosotros mismos, sino como Él nos ha mostrado que nos ama: hasta la entrega de la propia vida. 3. “Realmente, este hombre era justo” Esta expresión, que corresponde en los dos Evangelios anteriores al reconocimiento de Cristo crucificado como Hijo de Dios (Mateo 27, 54 y Marcos 15, 39), la encontramos en el Evangelio según san Lucas  inmediatamente después de la exclamación final de Jesús: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). El título Hijo de Dios, que Jesús se había aplicado a sí mismo al responderles a quienes lo juzgaban en el Sanedrín (Lucas 22, 70), constituye a su vez un reconocimiento de su divinidad. Reconocer a Jesús como el hombre justo por excelencia es a su vez reconocerlo como el Hijo de Dios -con mayúscula-, porque la verdadera justicia, en el lenguaje bíblico, consiste en realizar la voluntad de Dios Padre que nos invita a ser solidarios con los que padecen la injusticia, hasta dar la vida si es

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