EL MENSAJE DEL DOMINGO
III Domingo de Pascua – Ciclo A
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traen ustedes mientras van de camino?» Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?» Él les preguntó: «¿Qué?» Ellos le contestaron: «Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.» Entonces Jesús les dijo: «¡Qué necios y torpes son para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque ya cae la tarde.» Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que decían: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.» Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan (Lucas 24, 13-35).
Las lecturas de este domingo (Hechos 2, 14.22-33), Salmo 16 (15), 1ª Pedro 1, 17-21; Lucas 24, 13-35) nos invitan a meditar sobre el mensaje central de nuestra fe: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, Dios hecho hombre, está vivo después de su muerte en la cruz y actúa por su Espíritu Santo.
1. “Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos”
Aquellos dos discípulos que se dirigían a Emaús no formaban parte de los doce iniciales o, mejor dicho, de los once que habían quedado después del suicidio de Judas Iscariote. Entre los seguidores de Jesús durante su vida terrena, además de los doce llamados apóstoles (término procedente del griego que significa enviados), hubo un buen número de hombres y mujeres. El propio Lucas, que no dice su propio nombre pero sí el de su amigo Cleofás, podría haber sido uno de los “otros 72 discípulos” (del latín discípuli que significa aprendices y corresponde al griego mathetoi), mencionados en el capítulo 10 de su Evangelio.
Como a Lucas y Cleofás después de los hechos del Calvario, también a nosotros nos pueden surgir sentimientos de desánimo provenientes de experiencias dolorosas o de la sensación del fracaso, cuando las cosas no nos han salido como esperábamos. En medio de estas situaciones, Jesús resucitado viene a caminar con nosotros. A veces nos resulta inicialmente difícil reconocerlo, y por ello necesitamos de la fe para descubrir su presencia que puede manifestarse de muchas maneras, por ejemplo a través de una persona que nos quiere de verdad o de alguien que solicita nuestra atención. Pero es especialmente al celebrar la Eucaristía cuando Jesús nos sale al encuentro para que podamos escuchar y comprender en comunidad la Palabra de Dios y alimentarnos de ella. Esto es lo que ocurre en la primera parte de la Misa: escuchamos las lecturas bíblicas y Él mismo nos ayuda a entender su sentido en relación con nuestra vida.
2. “Quédate con nosotros…”
Este es el título de la última carta apostólica que escribió el Papa San Juan Pablo II al proclamar el año 2005 -último de su pontificado- como “Año de la Eucaristía”. Como los discípulos que se dirigían a Emaús, también nosotros necesitamos que el Señor permanezca con nosotros. Él ya se hizo presente en la historia humana como Palabra de Dios, mostrándonos con sus enseñanzas y su ejemplo el camino que nos conduce a la verdadera felicidad: el sendero de la vida al que se refiere el Salmo responsorial de este domingo [Salmo 16 (15), 11]. Ahora es necesario que Él mismo llene nuestra existencia alimentándonos con su propia vida resucitada. Por eso le decimos, como los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros”.
Como se acostumbraba hacer con los huéspedes, al detenerse en una posada del camino aquellos dos discípulos le ofrecieron a quien todavía no habían reconocido un poco de pan y de vino. Nosotros, en el ofertorio de la Eucaristía, después de oír la Palabra de Dios, ofrecemos el pan y el vino que representan cuanto ha sido creado por Dios y fabricado por el trabajo humano para compartirlo como hermanos. Como ocurrió con los discípulos de Emaús, nuestra disposición a compartir nos prepara para reconocer la presencia real de Cristo resucitado entre nosotros y alimentarnos con su vida nueva.
3. “Contaron lo que les había pasado y cómo lo habían reconocido al partir el pan”
La fracción el pan era el nombre que los primeros cristianos le daban a lo que nosotros llamamos la Eucaristía o la Santa Misa. Al repetir en la consagración del pan y del vino lo que Jesús dijo que hiciéramos en conmemoración suya, no sólo recordamos lo que Él mismo hizo en la última cena con sus discípulos, sino que se actualiza su sacrificio redentor y su paso de la muerte a la vida, una vida nueva que se hace presente en medio de nosotros, y que en la comunión nos alimenta espiritualmente para que podamos continuar el camino de nuestra vida renovados y plenos de esperanza (1 Pe 1, 21).
Dispongámonos a salir de la Eucaristía reanimados por el Espíritu de Jesucristo resucitado -que es el mismo Espíritu Santo (Hechos 2, 33)- y dispuestos a compartir lo que somos y tenemos, dando así testimonio de su vida nueva y resucitadora, como lo hicieron los apóstoles y los discípulos de Emaús.-