Domingo de Resurrección – Ciclo C
Gabriel Jaime Pérez, S.J.
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro, y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo, pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó. Pues hasta entonces no habían creído la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos (Juan 20,1-9).
La conmemoración de la Resurrección de Jesucristo es la más importante de todas las celebraciones de nuestra fe. Comienza en la noche del Sábado Santo con la bendición y el encendimiento del Cirio Pascua que representa a Jesús resucitado, luz del mundo, principio y fin de la historia -Alfa y Omega-; sigue luego en la misma liturgia la evocación bíblica de la historia de la salvación obrada por Dios desde la creación del universo, pasando por la liberación de la esclavitud del pueblo de Israel, hasta las profecías que anunciaron al Mesías; y culmina con la bendición del agua, que evoca el sacramento del Bautismo por el cual hemos renacido a una vida nueva en Cristo, y la Eucaristía, que actualiza la acción salvadora del Señor mediante su sacrificio redentor y se nos da como alimento espiritual con su vida resucitada.
En la siguiente reflexión me referiré a las lecturas bíblicas de la Misa del Día del Domingo de Resurrección: Hechos de los Apóstoles 10, 34-43, Carta de San Pablo a los Colosenses 3, 1-4 y Evangelio según San Juan 20, 1-9.
1. Los discípulos de Jesús encuentran el sepulcro vacío
Los primeros relatos evangélicos de la resurrección de Cristo corresponden a la experiencia del sepulcro vacío, y son las mujeres las primeras en tenerla. Ellas, según las costumbres judías, querían embalsamar el cuerpo de Jesús, pues no habían alcanzado a terminar su labor en la tarde del viernes por haber comenzado desde las seis el descanso sabático.
El mensaje del sepulcro vacío consiste en una invitación a no buscar a Jesús en el lugar destinado a los muertos, pues no está allí. Sólo se le puede encontrar en otra dimensión distinta de la física o material, y esto es lo que constituye el sentido de la fe de los primeros discípulos, expresada en la frase del relato de Juan, “el otro discípulo” que, después de María Magdalena, llegó con Simón Pedro al sepulcro: “vio y creyó”. ¿Qué vio? Un sudario, unas vendas y el sepulcro vacío. ¿Qué creyó? Lo que Jesús ya les había anunciado antes de su muerte: que iba a resucitar.
2. Jesucristo resucitado se manifiesta a sus discípulos
El libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por el mismo evangelista en el que encontramos la pregunta “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lucas 24, 5b), así como también varios relatos contenidos en los cuatro Evangelios, nos describen la experiencia que tuvieron los primeros discípulos de Jesús, ya no sólo de su ausencia del sepulcro, sino de su presencia resucitada: “Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se nos apareciera a nosotros”, dice Simón Pedro en su discurso, en la primera lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles.
Esta experiencia se da especialmente en la celebración de la Eucaristía: “Nosotros comimos y bebimos con Él después de su resurrección”. Cuando los primeros discípulos de Jesús se reúnen para compartir el pan y el vino en memoria suya, experimentan su presencia resucitada, distinta de la física anterior a su muerte. Es una presencia espiritual que corresponde a una dimensión trascendente. Si bien la experiencia pascual de aquellos primeros discípulos tuvo unas características especiales, algo similar ocurre para nosotros cuando celebramos la Eucaristía: Jesucristo resucitado se hace presente en el sacramento de su cuerpo y sangre gloriosos, es decir, de su vida nueva con la cual Él mismo nos alimenta y nos renueva.
3. La resurrección de Cristo, prenda de nuestra resurrección futura
El anuncio pascual de la resurrección de Jesucristo es el contenido central de la Buena Noticia que desde entonces comenzó a difundirse desde Jerusalén: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, el Mesías, el Cristo -es decir, el consagrado por Dios Padre para realizar su designio de salvación en favor de toda la humanidad-, ha resucitado y está vivo, con una vida nueva que pertenece al orden espiritual, y ha querido hacernos partícipes de su resurrección para que también nosotros seamos eternamente felices.
Esta Buena Noticia constituye para nosotros una invitación a poner nuestra mirada en las realidades eternas, no quedándonos en lo terreno que es transitorio. Tal es el sentido de la exhortación de san Pablo en la segunda lectura: poner la mirada en las realidades eternas, que son las de “arriba”, -teniendo en cuenta que la oposición arriba/abajo es una forma simbólica de hablar de la superioridad de lo espiritual sobre lo material, de lo eterno sobre lo efímero-, identificándonos con Cristo, para morir a todo cuanto nos pueda apartar de Dios y para renacer a una vida nueva.
Vivamos entonces con gozo esta celebración pascual de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, prenda de nuestra resurrección futura. Vivámosla con la fe y la esperanza en que, a pesar de las experiencias dolorosas de violencia y destrucción que ensombrecen nuestra existencia y llevan a muchos al pesimismo y la desilusión, finalmente la vida triunfará sobre la muerte, la luz sobre la oscuridad, el gozo sobre el dolor, porque creemos y esperamos en un Dios que se hizo humano, padeció y murió para resucitar y hacernos partícipes de su felicidad eterna, una felicidad que puede empezar para cada uno y cada una desde ahora mismo, en la medida en que nos abramos a la acción renovadora de su Espíritu Santo y nos dispongamos sinceramente a recorrer el camino que Él nos ha enseñado como el único que puede conducirnos a ser verdadera y plenamente felices: en todo amar y servir, cumpliendo la voluntad divina.
Y en este Año de la Fe, proclamado como tal por el anterior sumo pontífice Benedicto XVI y que continúa con el actual Papa Francisco, renovemos nuestra fe en la Resurrección de Cristo, que está vivo, presente y activo en su Iglesia para renovarla y llevarla hacia un puerto seguro en medio de las tempestades que le toca enfrentar.-