XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo por la calidad de la piedra y las ofrendas que lo adornaban. Jesús les dijo: “De esto que ustedes contemplan, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido”. Ellos preguntaron: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso, y cuál será la señal de que todo esto esté a punto de suceder?” Él contestó: “Cuidado con que nadie los engañe. Porque vendrán muchos usando mi nombre diciendo: ‘Yo soy’ o bien ‘el momento está cerca’; no vayan ustedes tras ellos.
Cuando oigan noticias de guerras y de revoluciones, no tengan pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá enseguida”. Luego les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso les echarán mano, los perseguirán entregándolos a los tribunales y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: así tendrán ocasión de dar testimonio. Hagan el propósito de no preparar su defensa, porque yo les daré palabras y sabiduría a la que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario. Y hasta sus padres y parientes y hermanos y amigos los traicionarán, y matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de su cabeza perecerá: con su perseverancia salvarán sus almas” (Lucas 21, 5-19).
1.“Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido”
El Templo de Jerusalén, situado sobre la roca del monte Moriah, a donde según la tradición hebrea unos 18 siglos antes Abraham había ido para ofrecerle a Dios a su hijo Isaac y en lugar de éste le había sacrificado un cordero, era para los judíos contemporáneos de Jesús el lugar más sagrado de la tierra porque guardaba el Arca de la Alianza con el texto de la Ley que 6 siglos después de Abraham había recibido Moisés del Señor.
Su primera edificación, llevada a cabo por el rey israelita Salomón en el año 960 a.C., había sido destruida en el 587 bajo el imperio babilónico de Nabucodonosor. La segunda, en el mismo lugar pero más modesta, había sido iniciada en el año 535 con el permiso de Ciro, rey de Persia, por el gobernante judío Zorobabel, luego de regresar los hebreos del cautiverio en Babilonia, y completada en el 515 durante el reinado del también soberano persa Darío I. En el 167 a.C. el segundo Templo había sido profanado por el monarca seléucida Antíoco IV Epífanes, que ofreció sacrificios a Zeus Olímpico en el altar de los holocaustos de Yahvé, y luego había sido arrasado por los romanos en tiempos de Julio César y Pompeyo, el año 63 a.C. Reconstruido posteriormente por el rey idumeo Herodes el Grande entre los años 20 y 10 A.C., sería incendiado, en el año 70 de la era cristiana por el ejército romano al mando de Tito -luego designado emperador-, quedando en pie sólo el llamado Muro de las Lamentaciones.
Lo que Jesús enseña al anunciar que del Templo de Jerusalén no quedará piedra sobre piedra, es que todas las cosas de este mundo, incluso las que consideramos más sagradas, son transitorias. Y el anuncio de que llegará un día en el que todo será destruido, se relaciona con lo que los profetas del Antiguo Testamento llaman el Día del Señor, que constituye un motivo de temor para quienes no viven de acuerdo con la Ley de Dios, pero una promesa para quienes la practican.
La primera lectura bíblica de este domingo (Malaquías 3, 19-20), nos presenta el oráculo de un profeta que predicó en la época de la reconstrucción del Templo de Jerusalén después del regreso de los judíos de Babilonia. Su mensaje central es la promesa de un culto puro y universal a Dios y el anuncio del Día del Señor como el momento decisivo en el que triunfará la justicia de quienes obran el bien sobre la iniquidad de quienes hacen el mal.
2.“Les echarán mano a ustedes, los perseguirán a causa de mi nombre”
Cuando los primeros cristianos empezaron a ser perseguidos por no postrarse ante los ídolos ni adorar al emperador romano, recordaron esta predicción de Jesús, que corresponde a una de las “bienaventuranzas” que Él mismo había proclamado al iniciar su predicación: Dichosos ustedes cuando la gente los odie, cuando los expulsen, cuando los insulten y cuando desprecien su nombre como cosa mala, por causa del Hijo del hombre. Alégrense mucho, llénense de gozo en ese día, porque ustedes recibirán un gran premio en el cielo; pues también así maltrataron los antepasados de esa gente a los profetas (Lucas 6, 22-23).
Las persecuciones fueron reconocidas desde entonces como ocasiones de dar testimonio de Cristo mediante el martirio, palabra que proviene del griego y precisamente significa testimonio. Sus primeros discípulos experimentaron lo que Él ya había anunciado que les sucedería por ser sus seguidores. A este respecto es significativa la exhortación de Jesús, no sólo a sus discípulos de aquel tiempo sino también a todos los que posteriormente íbamos a creer en Él, a confiar en su poder de salvación y perseverar en la fe, a pesar de las incomprensiones y odios que padezcamos por seguir sus enseñanzas.
3.“El que no trabaja, que no coma”
Por otra parte, al invitarnos la Palabra del Señor en este domingo a reflexionar sobre nuestro destino definitivo, es importante que fijemos nuestra atención en el texto de la segunda lectura. Los cristianos de la ciudad griega de Tesalónica, a quienes se dirige el apóstol San Pablo (2 Tesalonicenses 3, 7-12), tenían la tentación de la inactividad al creer inminentemente cercano el fin del mundo y la venida gloriosa del Señor. Entonces Pablo los exhorta a trabajar con una frase proverbial: “el que no trabaja, que no coma”.
Este es un mensaje que podemos aplicar hoy a quienes aguardan pasivamente que todo les llegue sin poner nada de su parte, sin el esfuerzo que implica la esperanza activa en un mundo mejor. En el contexto actual, la exhortación del apóstol constituye el desafío de oponerse a dos mentalidades: la del culto al éxito mágico y la del pesimismo paralizador. Dispongámonos por tanto a trabajar, cumpliendo diligentemente con nuestro deber como seguidores de Jesús y preparándonos así para que el Día del Señor, que es el paso de cada cual a la eternidad, no nos sorprenda desprevenidos.-