I Domingo del Tiempo Ordinario
Bautismo del Señor – Enero 13 de 2013
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
En aquel tiempo la gente estaba en gran expectativa, y se preguntaba si tal vez Juan sería el Mesías; pero Juan les dijo a todos: “Yo, en verdad, los bautizo con agua; pero viene uno que los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego. Él es más poderoso que yo, que ni siquiera merezco desatarle la correa de sus sandalias”. Y sucedió que cuando Juan los estaba bautizando a todos, también Jesús fue bautizado; y mientras oraba, el cielo se abrió y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como una paloma, y se oyó una voz del cielo, que decía: “Tú eres mi Hijo amado, a quien he elegido” (Lucas 3, 15-16.21-22).
Después de las fiestas de la Navidad y la Epifanía, la Iglesia nos invita este domingo, con el cual comienza el llamado “Tiempo Ordinario” de la liturgia, a contemplar los hechos y las enseñanzas de Jesús en el inicio de su vida pública, inaugurada con su Bautismo en el río Jordán. Tratemos de descubrir el significado de este acontecimiento a la luz de los elementos narrativos que nos presenta el relato del Evangelio (Lucas 3, 15-16.21-22) y relacionándolos con las otras lecturas de este domingo.
1. El bautismo: un rito que adquiere su pleno significado en Jesucristo
El verbo “bautizar” proviene del griego y significa sumergir. El rito del bautismo consiste originariamente en sumergirse o ser sumergido en el agua, que es un elemento imprescindible de la vida, para expresar así el paso a una existencia renovada mediante un nuevo nacimiento: así como el ser humano desde el comienzo de su existencia no puede subsistir sin el agua, el bautismo manifiesta el paso a una vida nueva.
Juan invitaba a la gente al ser bautizada en el río Jordán para expresar una sincera voluntad de renovación. Jesús no necesitaba convertirse porque en Él no había pecado alguno, pero recibió el bautismo de Juan para indicar que Él mismo, siendo inocente, llevaría humildemente sobre sí el pecado del mundo y así cumpliría la voluntad de Dios: hacernos posible a todos el paso a una auténtica vida nueva, a imagen de la suya como Hijo de Dios.
Por eso este domingo se nos invita a revivir el sentido del Sacramento del Bautismo, por el cual hemos sido hechos hijos de Dios e incorporados a la comunidad de los discípulos de Jesús para vivir de acuerdo con sus enseñanzas.
2. “El Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como una paloma”
Al describir el Bautismo de Jesús, el Evangelio utiliza el lenguaje propio de las llamadas teofanías o manifestaciones especiales de Dios. Y resalta en este pasaje la imagen de la paloma, que evoca dos relatos simbólicos del libro bíblico del Génesis:
Por una parte, el relato de la creación, donde se dice que “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Génesis 1, 2), y por otra el del diluvio universal, cuando al terminar la tempestad Noe soltó una paloma que regresó al arca con una rama de olivo en el pico (Génesis 8, 10-12), significando no sólo que después de la tempestad vino la calma, sino también que en virtud de una nueva creación recomenzaba la vida en la tierra.
La figura de una paloma que se posa sobre Jesús en el momento de su bautismo, nos remite al comienzo de esa nueva creación que Dios Padre realiza por medio de Él, y en la cual se manifiesta la acción renovadora del Espíritu Santo, simbolizado por aquella ave. El relato del Bautismo del Señor es así una proclamación del misterio de la Santísima Trinidad.
3. “Tú eres mi Hijo amado, a quien he elegido”
La fiesta del Bautismo del Señor actualiza para nosotros la manifestación de Jesús como Hijo de Dios, título dado por los profetas al Mesías prometido que iniciaría el reinado de Dios mismo en las vidas de quienes estuvieran dispuestos a su acción salvadora. Tal es a su vez el sentido de la profecía de Isaías en la primera lectura de este domingo: “Este es mi servidor…, mi elegido a quien prefiero. Sobre él he puesto mi Espíritu” (Isaías 42, 1-7).
Resalta aquí la correspondencia entre el título de Hijo de Dios y el de Siervo o Servidor del Señor. Aquél hombre nacido en Belén de Judá, que provenía de una familia humilde y sencilla residente en la pequeña aldea de Nazaret, y que en el momento de su Bautismo en el río Jordán fue proclamado Hijo de Dios por su propio Padre celestial, va a presentarse a sí mismo, de palabra y de obra, como quien vino no a ser servido, sino a servir. Toda su vida, desde su nacimiento en una pesebrera hasta su muerte en una cruz, es la manifestación de esta correspondencia entre su condición de Hijo de Dios y su misión de Servidor.
En efecto, Jesús iba a estar siempre en medio de los seres humanos precisamente en calidad de servidor: servidor de Dios mediante el servicio a todos los seres humanos, tal como nos lo describe el discurso del apóstol Pedro en la segunda lectura, “fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo” y “pasó haciendo el bien” (Hechos de los Apóstoles 10, 34-38).
También nosotros hemos recibido en el sacramento del Bautismo al Espíritu Santo, que hace posible en nuestra existencia una vida nueva como hijos e hijas de Dios para en todo amarlo y servirlo, participando así en su reino de amor y de paz, en esta vida y en la eterna. Que esta posibilidad se haga efectiva depende de nuestra disposición a escuchar y poner en práctica sus enseñanzas, identificándonos con Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y el Servidor por excelencia. Que así sea.-