Colegio San José Barranquilla

Reflexiones

El Mensaje del Domingo – 17 de noviembre

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.                   En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo por la calidad de la piedra y las ofrendas que lo adornaban. Jesús les dijo: “De esto que ustedes contemplan, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido”. Ellos preguntaron: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso, y cuál será la señal de que todo esto esté a punto de suceder?” Él contestó: “Cuidado con que nadie los engañe. Porque vendrán muchos usando mi nombre diciendo: ‘Yo soy’ o bien ‘el momento está cerca’; no vayan ustedes tras ellos. Cuando oigan noticias de guerras y de revoluciones, no tengan pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá enseguida”. Luego les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso les echarán mano, los perseguirán entregándolos a los tribunales y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: así tendrán ocasión de dar testimonio. Hagan el propósito de no preparar su defensa, porque yo les daré palabras y sabiduría a la que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario. Y hasta sus padres y parientes y hermanos y amigos los traicionarán, y matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de su cabeza perecerá: con su perseverancia salvarán sus almas” (Lucas 21, 5-19). 1.“Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido” El Templo de Jerusalén, situado sobre la roca del monte Moriah, a donde según la tradición  hebrea unos 18 siglos antes Abraham había ido para ofrecerle a Dios a su hijo Isaac y en lugar de éste le había sacrificado un cordero, era para los judíos contemporáneos de Jesús el lugar más sagrado de la tierra porque guardaba el Arca de la Alianza con el texto de la Ley que 6 siglos después de Abraham había recibido Moisés del Señor. Su primera edificación, llevada a cabo por el rey israelita Salomón en el año 960 a.C., había sido destruida en el 587 bajo el imperio babilónico de Nabucodonosor. La segunda, en el mismo lugar pero más modesta, había sido iniciada en el año 535 con el permiso de Ciro, rey de Persia, por el gobernante judío Zorobabel, luego de regresar los hebreos del cautiverio en Babilonia, y completada en el 515 durante el reinado del también soberano persa Darío I. En el 167 a.C. el segundo Templo había sido profanado por el monarca seléucida Antíoco IV Epífanes, que ofreció sacrificios a Zeus Olímpico en el altar de los holocaustos de Yahvé, y luego había sido arrasado por los romanos en tiempos de Julio César y Pompeyo, el año 63 a.C. Reconstruido posteriormente por el rey idumeo Herodes el Grande entre los años 20 y 10 A.C., sería incendiado, en el año 70 de la era cristiana por el ejército romano al mando de Tito -luego designado emperador-, quedando en pie sólo el llamado Muro de las Lamentaciones. Lo que Jesús enseña al anunciar que del Templo de Jerusalén no quedará piedra sobre piedra, es que todas las cosas de este mundo, incluso las que consideramos más sagradas, son transitorias. Y el anuncio de que llegará un día en el que todo será destruido, se relaciona con lo que los profetas del Antiguo Testamento llaman el Día del Señor, que constituye un motivo de temor para quienes no viven de acuerdo con la Ley de Dios, pero una promesa para quienes la practican. La primera lectura bíblica de este domingo (Malaquías 3, 19-20), nos presenta el oráculo de un profeta que predicó en la época de la reconstrucción del Templo de Jerusalén después del regreso de los judíos de Babilonia. Su mensaje central es la promesa de un culto puro y universal a Dios y el anuncio del Día del Señor como el momento decisivo en el que triunfará la justicia de quienes obran el bien sobre la iniquidad de quienes hacen el mal. 2.“Les echarán mano a ustedes, los perseguirán a causa de mi nombre” Cuando los primeros cristianos empezaron a ser perseguidos por no postrarse ante los ídolos ni adorar al emperador romano, recordaron esta predicción de Jesús, que corresponde a una de las “bienaventuranzas” que Él mismo había proclamado al iniciar su predicación: Dichosos ustedes cuando la gente los odie, cuando los expulsen, cuando los insulten y cuando desprecien su nombre como cosa mala, por causa del Hijo del hombre. Alégrense mucho, llénense de gozo en ese día, porque ustedes recibirán un gran premio en el cielo; pues también así maltrataron los antepasados de esa gente a los profetas (Lucas 6, 22-23). Las persecuciones fueron reconocidas desde entonces como ocasiones de dar testimonio de Cristo mediante el martirio, palabra que proviene del griego y precisamente significa testimonio. Sus primeros discípulos experimentaron lo que Él ya había anunciado que les sucedería por ser sus seguidores. A este respecto es significativa la exhortación de Jesús, no sólo a sus discípulos de aquel tiempo sino también a todos los que posteriormente íbamos a creer en Él, a confiar en su poder de salvación y perseverar en la fe, a pesar de las incomprensiones y odios que padezcamos por seguir sus enseñanzas. 3.“El que no trabaja, que no coma” Por otra parte, al invitarnos la Palabra del Señor en este domingo a reflexionar sobre nuestro destino definitivo, es importante que fijemos nuestra atención en el texto de la segunda lectura. Los cristianos de la ciudad griega de Tesalónica, a quienes se dirige el apóstol San Pablo (2 Tesalonicenses 3, 7-12), tenían la tentación de la inactividad al creer inminentemente cercano el fin del mundo y la venida gloriosa del Señor. Entonces Pablo los exhorta a trabajar con una frase proverbial: “el que no

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El Mensaje del Domingo – 10 de noviembre

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario – Ciclo C Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J. En aquel tiempo se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano.” Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»  (Lucas 20, 27-38). Las lecturas bíblicas de este domingo nos invitan a reflexionar sobre el sentido de  nuestra esperanza en la resurrección de los muertos que afirmamos en el Credo, a la luz de nuestra fe en Jesucristo resucitado. 1.El sentido de nuestra esperanza en la resurrección de los muertos Los saduceos, miembros de la casta religiosa sacerdotal del judaísmo antiguo, se gloriaban de ser herederos de Sadoq, un antepasado a quien el rey Salomón, nueve siglos antes de Cristo, había nombrado sumo sacerdote del templo de Jerusalén (1 Reyes 2, 27 ss.). Ellos sólo aceptaban como inspirados por Dios los cinco primeros libros de la Biblia (que contenían la “Torá”, es decir la “Ley” de Dios transmitida por Moisés), y no creían en la resurrección porque estos libros no hablaban de ella. La respuesta del Señor a la pregunta que le hacen los saduceos nos invita a revisar nuestro concepto de la resurrección, que sería errado si la confundimos con un regreso a la misma forma de vida que tenemos ahora. Jesús utiliza una comparación muy significativa cuando dice que la vida futura después de la muerte será como la de los ángeles. Es un modo de indicar que la resurrección no es una vuelta a la existencia material, sino el paso a una nueva vida de carácter espiritual. De manera semejante el apóstol san Pablo, al explicar como será la resurrección de los que han muerto, dice en una de sus cartas que se siembra un cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual (1 Corintios 15, 44). En efecto, si quienes han muerto regresaran a la vida con el mismo cuerpo natural o material de antes, se volverían a morir. Pero la vida nueva que nosotros esperamos tener después de la actual, es precisamente una vida perdurable, cuya forma concreta no puede expresar adecuadamente nuestro limitado lenguaje y por eso necesitamos recurrir a imágenes simbólicas para referirnos a ella. La resurrección es un misterio de fe, que no corresponde al plano de la materia sino al del espíritu. 2.La creencia en la reencarnación no es compatible con la fe en Jesús resucitado Un error frecuente con respecto a lo que ocurrirá después de la muerte es la idea de la “reencarnación”, que afirma la preexistencia de unas almas que vuelven a este mundo revestidas de otro cuerpo con el fin “purificarse”. La creencia en la reencarnación no es compatible con nuestra fe, pues la antropología cristiana considera al individuo humano como un solo ser que, mientras existe en las dimensiones actuales del espacio y del tiempo, está ligado a condiciones materiales, pero cuando muere pasa a otra forma de vida en condiciones distintas, ya no de orden material sino espiritual. Por lo tanto, cuando nos referimos al “cielo” no estamos hablando de un lugar material, sino de un estado espiritual de felicidad completa que esperamos como nuestra vida futura después de la presente. Esa “vida del mundo futuro” – como dice la versión del Credo proclamada por los Concilios de Nicea y Constantinopla- es una vida nueva en otra dimensión y no un  regreso a este mundo; es la vida que esperamos quienes creemos en un Dios que, como dice Jesús en el Evangelio aludiendo a Moisés -a quien se remitían los saduceos-, no es Dios de muertos sino de vivos. Es la vida futura que esperaban los Macabeos, aquellos judíos del siglo II antes de Cristo, hermanos de sangre, de quienes nos cuenta la primera lectura que defendieron hasta la muerte el respeto a sus convicciones religiosas (2 Macabeos 7, 1-2.9-14). Y será nuestra participación plena de la vida resucitada y gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.     3.“Al despertar, Señor me saciaré de tu semblante” El Salmo 17 (16) expresa con la imagen del despertar de un sueño el paso de esta forma actual de nuestra existencia terrena a la futura: Al despertar, Señor me saciaré de tu semblante. Este semblante es lo que también se denomina el rostro de Dios. Es un modo de expresar la felicidad que tendremos cuando nos encontremos, por decirlo así, “cara a cara” con el Señor, para disfrutar de la participación en la resurrección gloriosa de Jesucristo, quien precisamente por su encarnación es el rostro humano de Dios. La seguridad de una vida nueva y sin fin que no sólo aguardamos para el futuro, sino cuyas primicias ya poseemos en la medida en que le abrimos espacio a Jesús y a su Espíritu Santo en nuestra existencia, es precisamente, como nos lo recuerda el apóstol Pablo en la segunda lectura (2 Tesalonicenses  2,16 – 3,5), la gran esperanza que expresamos de manera especial en la liturgia de cada domingo y cada vez que evocamos la memoria de quienes nos han precedido en la fe, como lo

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El Mensaje del Domingo – 3 de noviembre

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C   Por: Gabriel Jaime Pérez, S. J.                   En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.» Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Jesús le contestó: – «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.» (Lucas 19, 1-10)1.“El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” En el Evangelio del domingo pasado Jesús nos presentaba en una parábola el contraste entre la arrogancia del fariseo y la humildad del publicano. El de hoy nos muestra la misericordia de Dios presente en la acción salvadora de Jesús, y la respuesta de conversión que proviene precisamente de un publicano. En tiempos de Jesús los publicanos o recaudadores públicos de los impuestos del imperio romano solían enriquecerse con las tajadas que sacaban a costa de los contribuyentes. Por eso eran rechazados como pecadores, especialmente por parte de los fariseos, que, como veíamos el domingo pasado, se consideraban superiores a los demás. La actitud de Jesús hacia el publicano Zaqueo en Jericó no es de rechazo, sino de invitación a un encuentro transformador con él. Varios detalles del relato evangélico nos sirven para nuestra reflexión: – El esfuerzo de Zaqueo por conocer a Jesús: se sube a un árbol a causa de su pequeña estatura, para poder verlo cuando pase. También Jesús pasa por nuestra vida constantemente. ¿Nos esforzamos para que ese paso del Señor no nos sea indiferente? – El gesto de Jesús que dirige su mirada a Zaqueo para proponerle que lo invite a su casa. También a nosotros el Señor nos mira y nos propone que le abramos un espacio en nuestra vida. ¿Cuál es nuestra respuesta? En la Eucaristía, Él mismo se ofrece para que lo recibamos en la comunión. Y en la medida en que nos disponemos a recibirlo reconociendo humildemente nuestra necesidad de salvación, nuestro encuentro con el Señor producirá en nosotros una transformación positiva. -La conversión de Zaqueo, manifestada en su disposición a reparar el mal que ha hecho a los demás. También de nosotros espera el Señor una actitud similar, al ser acogidos por su misericordia. Este es precisamente el sentido de la penitencia en el sacramento de la reconciliación. Aunque ya Jesucristo con su sacrificio redentor hizo posible nuestra reconciliación con Dios, es imprescindible nuestra disposición a reparar el mal que hayamos causado, en la medida de nuestras posibilidades. Esto tiene una aplicación concreta precisamente en los intentos de resolución del conflicto armado. La verdadera reconciliación no se compadece con la impunidad, pues el perdón supone de quien lo recibe una voluntad de reparación. 2. “A los que pecan, haces que reconozcan sus faltas, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor” La primera lectura, del libro de la Sabiduría en el Antiguo Testamento (11,22; 12,2), exalta la compasión de Dios para con todas sus criaturas, una actitud del todo opuesta a la de quienes, creyéndose santos, critican a Jesús por entrar a la casa de un pecador. Pero, asimismo, esa actitud compasiva de Dios que se manifiesta personalmente en Jesús no implica una complicidad con el pecado, sino una invitación a la conversión. Como bien dice el mismo texto de la Sabiduría: “Porque en todos los seres está tu espíritu inmortal. Por eso, a los que pecan los corriges y reprendes poco a poco, y haces que reconozcan sus faltas, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor”. Es la misma idea del salmo responsorial (Salmo 144): “El Señor es tierno y compasivo, es paciente y todo amor. El Señor es bueno con todos. Y esto es precisamente lo que ocurre con Zaqueo el publicano en el relato del Evangelio: el Espíritu Santo lo mueve a una conversión sincera. También en nosotros, si lo dejamos, puede actuar el Espíritu de Dios para transformarnos al recibir a Jesús en nuestra casa, es decir, en nuestra propia existencia. 3. “Para que con su fuerza nos permita cumplir los buenos deseos y la tarea de la fe” La segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses -la comunidad cristiana que él había dejado iniciada en la ciudad griega de Tesalónica-, tiene como tema central la actitud que el creyente debe tener ante la promesa de la “parusía”, palabra griega que significa el regreso glorioso de nuestro Señor Jesucristo al final de los tiempos. En el texto que escuchábamos en la segunda lectura (2 Tesalonicenses 1,11; 2,2), Pablo invita a sus destinatarios a no dejarse asustar por falsas revelaciones fatalistas. Se trata de una invitación, también para todos nosotros, a mirar el futuro con optimismo, sin asustarnos ni quedarnos con los brazos cruzados, poniendo todo nuestro empeño en trabajar, con una esperanza activa y paciente, por la construcción de un mundo mejor en el que se vaya haciendo realidad el Reino de Dios, al que se refiere la oración que Jesús nos enseñó con la frase “venga a nosotros tu Reino”: un reino de justicia, de amor y de paz que sólo será posible en definitiva gracias al poder de Dios, pero también con nuestra colaboración, si nos disponemos a que el Señor venga a nuestra existencia y la

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El Mensaje del Domingo – 27 de octubre

XXX Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.                               En aquel tiempo, a propósito de algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí  mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:  «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.”  El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.” Les digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.» (Lucas 18, 9-14). 1.Dos actitudes contrapuestas: la arrogancia del fariseo y la humildad del publicano En la parábola del Evangelio nos presenta Jesús dos actitudes contrapuestas. Para la secta religiosa de los fariseos (término proveniente del hebreo que significa separados, segregados e incontaminados) lo que justificaba o hacía válida la conducta humana ante Dios era no sólo el cumplimento de sus mandamientos, sino la práctica de unos ritos externos, por la cual ellos se creían justos y santos, despreciando a los publicanos o recaudadores públicos del tributo impuesto por el imperio romano, que además de colaborar con el dominio extranjero solían obtener ganancias en forma deshonesta. La pretendida acción de gracias del fariseo es falsa, porque se atribuye a sí mismo todo el mérito de su conducta. Su arrogancia implica el desprecio de “los demás”, a quienes desprecia y descalifica. El publicano, en cambio, quedándose atrás, postrado y con su cabeza inclinada,  reconoce su propia condición realizando un acto de contrición sincero y humilde que es un ejemplo de oración para todos los tiempos: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.” La conclusión de la parábola del fariseo y el publicano es contundente: no son quienes exhiben orgullosamente sus méritos, sino los que reconocen humildemente su necesidad de salvación, quienes resultan justificados, o sea reconocidos y aceptados por Dios. Es la misma idea de la primera lectura, tomada del Eclesiástico (35, 15b-17.20-22a) -también llamado Sirácida por ser su autor Yoshua Ben Sirac-, y escrito hacia el año 190 A.C.:“la oración del humilde atraviesa las nubes”: y del Salmo 33 en uno de sus versos: “El Señor… levanta a las almas abatidas”. Y por eso mismo Albert Einstein, uno de los más grandes científicos del siglo XX, escribió esta frase memorable que expresa en qué consiste la verdadera grandeza del ser humano: “El hombre sólo es grande cuando está de rodillas ante Dios”. 2. Toda oración verdadera y válida supone una actitud humilde Existen distintas modalidades de oración según el contenido de lo que expresamos: – la oración de alabanza y agradecimiento a Dios como creador, salvador y santificador; – la oración de ofrecimiento a Dios de lo que somos y tenemos; – la oración de petición por uno mismo o por otras personas; – la oración de arrepentimiento por los pecados con una actitud de conversión a Dios. Todas estas modalidades fueron empleadas por Jesús -incluso la de arrepentimiento, no por pecados propios porque en Él no hubo pecado, pero sí por los de la humanidad, de la cual quiso Él como Hijo de Dios hacer parte, siendo verdadero hombre y cargando sobre sí el pecado del mundo-. Él mismo les enseñó a sus discípulos a orar de distintas maneras. Sin embargo, todas ellas requieren de una actitud sin la cual ninguna oración es válida ante Dios: la actitud humilde de quien se reconoce necesitado de salvación. María santísima, en quien tampoco hubo pecado, alaba a Dios en su canto conocido como el Magníficat y consignado en otro lugar por el mismo autor del Evangelio de hoy, porque derriba de sus tronos a los poderosos y enaltece a los humildes (Lucas 1, 52).  Es en otras palabras lo mismo que dice Jesús al final de la parábola del fariseo y el publicano: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.” 3. Reconocer con humildad nuestra debilidad humana y la misericordia de Dios En la liturgia eucarística hay varios momentos en los que pedimos perdón: – Al comenzar, decimos el Yo confieso u otras fórmulas penitenciales seguidas por la invocación Señor ten piedad. – Después, el himno que empieza con la frase Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor, conjuga la alabanza con la súplica de misericordia: Tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. – Y finalmente el Padre nuestro, el Cordero de Dios y el Señor yo no soy digno son asimismo oraciones que expresan el reconocimiento de nuestra necesidad de la misericordia divina, no por sentimientos enfermizos de culpa que llevan a la autodestrucción, sino por la aceptación de nuestra necesidad de ser salvados por Dios. En la segunda lectura, el apóstol Pablo, que había sido fariseo antes de su conversión, le expresa a su amigo y discípulo Timoteo (2 Tm 4, 6-8.16-18) la satisfacción que él siente por el deber cumplido en el desempeño de su misión y la esperanza en el premio que Dios le tiene preparado. Pero no con la jactancia arrogante del soberbio, sino con la humildad de quien reconoce que ha realizado las tareas encomendadas no exclusivamente por sus propias fuerzas, sino gracias a la misericordia y al poder del amor de Dios: el Señor me ayudó y me dio fuerzas; me libró, seguirá librándome de todo mal y me salvará. Dispongamos nosotros nuestras mentes y nuestros corazones para orar y proceder siempre con una actitud humilde, reconociendo al mismo tiempo nuestra condición humana de pecadores necesitados de la gracia y de la misericordia de Dios.-

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El Mensaje del Domingo – 20 de octubre

Domingo XXIX del Tiempo Ordinario – Ciclo C Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.        En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: – «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban las personas. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan las personas, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”». Y el Señor añadió: – «Fíjense en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lucas 18, 1-8). La parábola que nos propone Jesús en el Evangelio de hoy (Lucas 18, 1-8) contiene varios elementos significativos. Reflexionemos sobre ellos, teniendo en cuenta también las demás lecturas de la liturgia eucarística de este domingo: Éxodo 17, 8-13; Salmo 121 (120); 2 Timoteo 3, 14 – 4,2. 1. El clamor de los pobres y oprimidos exige nuestra acción solidaria Cuando Jesús dice que, si el juez injusto atiende la petición de la viuda para quitarse de encima su insistencia, con mayor razón Dios Padre “hará justicia a sus elegidos que claman día y noche”, está evocando la imagen del abogado defensor -en hebreo goel-, que los profetas bíblicos habían empleado para referirse a Dios como protector compasivo de las víctimas de la injusticia. La petición de la viuda –“hazme justicia frente a mi adversario”-, es el clamor que hoy elevan millones de personas privadas del reconocimiento de su dignidad y sus derechos. Es un clamor ante el cual Dios parece hacerse el sordo, tanto en la antigüedad como en los tiempos actuales. Ante esta aparente indiferencia de Dios, a quien en el Credo llamamos “todopoderoso”, la tentación es echarle la culpa a Él y dudar de su poder. Pero la inequidad de un sistema social en el que unos pocos acumulan riquezas explotando a los demás y dejándolos en la miseria, es una realidad que Dios no quiere, que se opone a su voluntad. En otras palabras: Dios no es el culpable de la pobreza que aflige a tantos hombres y mujeres; somos los seres humanos quienes a lo largo de la historia hemos venido estableciendo y manteniendo estructuras de injusticia social, que constituyen la primera de todas las formas de la violencia. En medio de esta situación, el Evangelio nos exige a todos una acción decidida para contribuir, en cuanto podamos, al establecimiento de condiciones que hagan posible la justicia social para todos. 2. La fe verdadera implica orar y actuar sin desanimarnos Jesús propuso la parábola del juez y la viuda “para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse”. Esto se relaciona directamente con la pregunta final: “cuando venga el Hijo de Hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?” La fe verdadera implica no dejarnos vencer por el pesimismo, sino seguir orando y actuando sin desesperarnos. Orando y actuando, porque el sentido auténtico de la oración no es el de un conjuro mágico que resolverá nuestros problemas sin esfuerzo de nuestra parte, sino el de una disposición constante a buscar activamente las soluciones. La unión de oración y acción que implica la fe en Dios, aparece representada en la primera lectura (Éxodo 17, 8-13). Mientras Moisés se mantiene orando con las manos en alto, los israelitas ganan la batalla. Hoy podemos aplicar esta imagen a las personas entregadas a Dios en la vida llamada “contemplativa”, quienes oran para que la acción apostólica de muchas otras logre el fruto esperado. La energía orante hace posible la acción eficaz también cuando nosotros unimos la oración al empeño activo, sin desanimarnos ante la aparente inutilidad de nuestros clamores y esfuerzos. Esto supone una disposición de fe confiada en Dios, que está con nosotros aunque a veces parezca ocultarse. Porque, como dice el Salmo, “el auxilio me viene del Señor…”. Tenemos muchos ejemplos de personas que se han destacado por su oración: el propio Jesús, que se retiraba diariamente a conversar con Dios Padre, como nos lo muestran los Evangelios; María, su santísima madre, de quien el libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta que permanecía en oración junto con los discípulos de Jesús antes del acontecimiento de Pentecostés; y muchas otras personas, santas y santos -conocidos o no- que dieron testimonio de oración constante. 3. La Palabra de Dios nos da sabiduría para orar y actuar con fe y esperanza En la segunda lectura (2 Timoteo 3, 14 – 4,2), el apóstol San Pablo le dice a su discípulo Timoteo: “la Sagrada Escritura (…) puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación”. Efectivamente, en ella encontramos la invitación a orar y actuar sin desfallecer, con una fe inquebrantable en Dios, a quien Jesús nos enseñó a dirigirnos llamándolo Padre nuestro y confiando en que el Paráclito -término que en el griego del Nuevo Testamento significa abogado defensor y se aplica al Espíritu Santo- hará posible la realización de nuestras peticiones según lo que más nos convenga para nuestra felicidad eterna. Al celebrar la Eucaristía, acción de gracias a Dios por el don maravilloso de su Hijo Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada, que murió en la cruz y resucitó para darnos una vida nueva, por su mediación redentora pidámosle a Dios Padre que nos dé la energía del Espíritu Santo. Ella nos hace posible el optimismo aun en medio de las situaciones difíciles de nuestra vida, y nunca perder la esperanza en un futuro mejor, uniendo constantemente la acción decidida a la oración confiada en el amor de Dios.-

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